#Paris2024 / Las aguas bajan turbias
En la noche parisina, con la Torre Eiffel de fondo, con estrellas del deporte, el cine y la influencia en las plateas, los barcos desfilan por el Río Sena mientras se inauguran los Juegos de la XXXIII Olimpiada. Lady Gaga canta en francés canciones de cabaret, y se desata una rave de moda a cargo de la bohemia parisina siglo XXI que parodia la Última Cena, para después restablecer el orden, la tradición: Céline Dion sale del retiro para cerrar la ceremonia con Edith Piaf, en medio de la Torre, mientras se enciende el pebetero que es en realidad un globo aerostático. Glamour, osadía, magnificencia. Parecería mentira que en ese río que fue escenario y postal, en el que van a nadar las competencias de aguas abiertas, estaba lleno de caca.
¿Estaba? ¿Está? El Sena no recoge directamente los desechos de los hogares parisinos, pero cuando la lluvia cae en cantidad y los desagües de París se llenan, el río recibe esas aguas que suben turbias para evitar la inundación. Así ha sido siempre: hace más de un siglo que no se puede nadar en un Sena contaminado de e-coli y otras bacterias.
Los Juegos dieron a París una oportunidad: la de concretar la histórica promesa de volver a nadar en el río que atraviesa el emblemático centro de la Ciudad de las Luces. Para ello, construyeron un piletón gigantesco, capaz de contener más agua de lluvia antes de su purificación, para evitar que se derrame el agua al Sena. Será uno de los principales legados que le dejaran los Juegos a París: tras el evento, se construirá a la vera del Sena una playita para pasar el verano nadando bajo la Torre Eiffel. Será un nuevo destino turístico obligado para los visitantes.
El proyecto funcionó, al menos parcialmente: los niveles de contaminación del agua fueron bajando en cada prueba. Pero los Juegos se avecinaban. La alcaldesa Anne Hidalgo había prometido que se iba a tirar al agua para probar que se podía nadar. Amagó un par de veces, dos meses antes, un mes antes, pero las pruebas daban negativo. Finalmente, 10 días antes de la inauguración se tiró al agua para mostrar que se puede nadar. Pero hay dudas: ¿cuánto de esto es apresurado, obligado? Para colmo, le rezaban a la lluvia para que no rebalse los piletones que la contienen, y los primeros dos días de Juego han transcurrido bajo el agua. Crecen las dudas, y muchos se acuerdan de la Bahía de Guanabara, de Río, elegida por la espectacular vista que ofrecía a la televisión, por la postal. Entonces, ganó la tevé, perdieron los atletas: la organización prometió sanear el área, profundamente contaminada, pero los deportistas de la vela se encontraron en los entrenamientos con todo tipo de desechos. Basura, restos de madera, incluso cadáveres de animales. El olor era imponente (pero no salía por la tele). Algunos, salpicados por el agua, se enfermaron. Como hoy la lluvia, entonces la marea determinaría las condiciones de salubridad finales: si el día de las pruebas traía basura, se correría con basura. La maratón acuática se corrió en Copacabana, otra postal emblemática: también allí había niveles altos de e-coli en el agua.
El mandato verde, introducido en este siglo XXI a la agenda del Comité Olímpico Internacional tras algún escandalete ambiental, suele ser así, complicado, contradictorio. Probablemente tiene que ver con que es, ante todo, un pedido imposible que se hace a las sedes: organizar un evento que implica un aluvión de atletas, oficiales, técnicos y turistas, que llegan en aviones, que consumen y ensucian, un evento que implica la edificación de estadios, la mejora de caminos, un uso exacerbado de energía eléctrica y recursos, pero “que sea sustentable”. El pedido es poco serio, pero la exigencia es poco seria: las sedes toman algunas medidas que suenan bien, prometen que igualarán con diversas medidas la emisión de carbono (muy difícil de calcular, un número a menudo dibujado) y se proclaman como los Juegos más verdes de la historia.
Así hizo Tokio, por ejemplo. Anunció estadios desarmables, temporales, acorde a los lineamientos del COI, que quiere menos elefantes blancos, emblemas del derroche olímpico. Más: energía de fuentes renovadas, medallas realizadas con metales desechados de productos tecnológicos, podios de plástico reciclado, las famosas camas de cartón reciclable.
Pero la estimación de la huella de carbono de Tokio 2021 convierte a esas medidas en “simbólicas”. Los 2,73 millones de toneladas de CO₂ son más de lo que países como Montenegro emiten en todo un año. Y la construcción y renovación de locales y otras infraestructuras se llevan la mayor parte de la torta. Y eso que hubo una pandemia que evitó el aluvión turista. La gobernadora de Tokio, Koike Yuriko, es conocida hoy como la Emperatriz Corta-Árboles. La promesa era luego hacer esfuerzos por empatar esas emisiones, pero casi ninguna se ha llevado a cabo, ahora que los ojos del mundo ya no miran hacia allí.
Un estudio de ISPO, dedicada al negocio deportivo, dice que “a lo largo de tres décadas, la tendencia en términos de sostenibilidad es claramente a la baja”, con los Juegos de Sochi 2014 y Río 2016 ocupando el peor lugar de las mediciones. No extraña el fuerte movimiento anti-olímpico que se despertó en el siglo XXI, entre el impacto ecológico y el déficit fiscal que suelen dejar detrás estos monstruos. La huella de Godzilla. El COI, en reacción, anunció sus Agendas 2020 y 2020+5, donde prometen “transformar desafíos en oportunidades”. Tiene aroma a marketing: tomar una serie de medidas superficiales (las camas de cartón también están en París) para proclamar una preocupación profunda por un impacto ambiental que no puede evitarse, teniendo en cuenta el gigantismo de los Juegos.
Greenwashing, retórica “eco” del COI: escribe el historiador del deporte, y escéptico, Jules Boykoff al respecto que “a menudo, el discurso de la sustentabilidad es un velo embellecido que oculta la rapacidad incesante del capitalismo. La recién descubierta narrativa verde del Movimiento Olímpico se parece más a marcar una casilla eco que a ambientalismo consecuente”.
París ha sido el mejor alumno hasta la fecha de esa Agenda 2020+5 del COI. Su sentido del “legado” es profundo: los ciudadanos de París se quedarán con un río limpio, más limpio al menos, y no con elefantes blancos. La reutilización de eventos existentes ha sido ejemplar, ingeniosa: 95% de los escenarios ya existían, y el resto se desmontarán. Como el estadio desmontable para el beach voley frente a la Torre Eiffel aporta una postal televisiva sin repetir lo que ocurriera en Sidney o Río, la destrucción de playas para la edificación de tribunas. El recurso se repite en los escenarios montados de manera temporal en lugares emblemáticos como Versalles, Invalides y el Grand Palais, que se suman a estadios emblemáticos preexistentes, como Roland Garros o el Stade de France. Épica olímpica en escenarios con historia, de la deportiva y de la otra.
(En ese sentido, abrimos paréntesis: París planificó unos Juegos pensando mucho en la estética, en el restablecimiento de la mística visual olímpica, desde los pictogramas, que cortan con la tradición de los últimos años (pictogramas similares entre Juego y Juego, impersonales, corporativos, hechos de muñequitos Comic Sans), hasta los escenarios. La ceremonia fue el despliegue de esa osadía visual que busca escapar a las puestas en escena homogeneizadas de los últimas ediciones olímpicas. París, la inventora del olimpismo moderno, sabe que también allí, en las postales memorables, se construye la mística olímpíca, el impacto eterno de un momento.)
Pero también la propuesta verde de París tiene sus contradicciones, cómo no tenerlas. En Teahupo’o, Tahití, tendrá lugar el surf. Son 15 mil kilómetros de distancia, 12 horas de diferencia horaria, otro hemisferio (Sky Brown participa en surf y skate, y deberá cruzar esa distancia para hacerlo). Pero la postal se impuso: la aldea de Teahupo’o es de una belleza abrumadora y los organizadores no pudieron resistir organizar en esa ola, de una de las mejores, más profundas y consistentes del mundo, su competición de surf.
Y después fueron y casi destruyen el arrecife que, justamente, ayuda a formar la ola, un ecosistema diverso y único: para construir una torre de aluminio para los jueces y la tevé, dañaron el área y generaron protestas y controversia.
Tahití fue colonizado por Francia en 1880. Recién en 2004 se convirtió en un país autónomo y a la vez parte del territorio ultramarino galo, otro nombre para lo mismo: la explotación colonialista de los recursos naturales, en este caso para el turismo, es una vieja historia. También lo es dentro del surf: práctica hawaiana, llegó a Occidente tras la anexión de la isla de parte de Estados Unidos. Hoy intenta conciliar sus valores tradicionales con la explotación industrial y occidentalizada de la práctica. El surf y su circuito profesional, el surf como parte de la industria del entretenimiento, el surf como parte del autobús olímpico.
El debate por las colonias es uno que Francia espera que no surja en París. Lo sabe Argentina, señalado como villano por los problemas ajenos. Pero un escenario simbólico y global como los Juegos Olímpicos es escenario perfecto para protestar. Y el mundo es hoy un hervidero (de esto habla un poco Juan Bautista Paiva en este artículo). Ya hubo chiflidos para Israel, y manifestaciones de las viejas colonias francesas en plena ceremonia de apertura. Y vamos un día. El COI, que reescribió su Regla 50 para flexibilizar su postura sobre las manifestaciones políticas (aunque las prohíbe en los podios), sufre: quiere siempre unos Juegos sin política, la mejor manera de no ofender y vender la marca globalmente. De eso se trata también, después de todo, el greenwashing, la retórica “eco” y sus promesas tantas veces rotas: mostrar un rostro amable, aunque por dentro, por debajo, haya tensión, desechos, caca y e-coli.