#Paris2024 / Economía olímpica: quién gana, quién pierde, quién paga
París ha sido una fiesta, ya podemos decirlo. Seguro, con el río contaminado, la Villa Olímpica a medio terminar y con problemas cloacales, poca proteína y cantidad en la comida preparada por exquisitos chefs, polémicas varias y algún escándalo: todo eso que hubiera sido magnificado si el evento fuera, pongamos, en Río de Janeiro.
Pero fue en París, una París vestida de olimpismo, que gozó de escenas deportivas de victoria y derrota, lágrimas de tristeza y alegría, rivalidades, momentos épicos, derrotas agónicas, en un marco de gala. Y eso es lo que importa para el Comité Olímpico Internacional: cualquier megaevento de 15 días de duración tendrá problemas de organización, pero no cualquiera puede organizar 15 días con tantas postales icónicas, memorables, con ese aroma a eternidad, a trascendencia, que le gusta al Movimiento Olímpico. A las polémicas, saben en Suiza, casi siempre se las lleva el viento: todo pasa.
El COI se irá de París, entonces, chocho: esto es lo que quieren de su evento. Dejará detrás, claro, un tendal de facturas que, cuando el mundo se haya olvidado de los Juegos Olímpicos (la semana próxima), París tendrá que empezar a pagar. Porque el COI no pone casi nada: lleva su marca, y del resto se encarga el Comité Organizador, que a menudo se alimenta del dinero público.
Construyendo un Juego Olímpico
¿Cómo se paga, entonces, un Juego Olímpico? Bueno, cada Comité Organizador lo decide, explicando en su propuesta cómo planea pagar por el proyecto olímpico que encara. París anunció un presupuesto de 4 mil millones, que luego subió a 8 mil millones, y avisó que la mayoría vendría de dinero privado.
Esto ha sido más una aspiración que una realidad: la ciudad puso buena parte de los 3,2 mil millones que costó la infraestructura creada o mejorada para los Juegos. Hubo, sí, algunos acuerdos de naming con marcas y privados, merchandising, dinero de venta de entradas, pero casi todo corrió por el bolsillo público: con la tuya. Y los 8 mil millones y monedas del presupuesto total (siempre gastos estimados, dibujados, difíciles de comprobar) no incluyen además los gastos en el mejoramiento del transporte y la infraestructura. “Juegos de ricos pagados por los impuestos de los pobres”.
Algunos dejan efectivamente un legado positivo para los parisinos, como la limpieza del Sena y su posible explotación para el turismo. Y la cifra es, de todos modos, “poquísimo”, al menos en comparación con eventos recientes: Río triplicó su presupuesto estimado y el costo de Tokio ascendió a 15 mil millones, y esquiva todavía líos por corrupción, sobornos y precios inflados.
Hubo, claro, respuesta, protestas, líos. “Ser sede de los Juegos Olímpicos y otros megaeventos deportivos implica siempre una reestructuración a gran escala de las ciudades anfitrionas: la construcción de nuevas instalaciones deportivas y complejos habitacionales, a veces la destrucción de barrios enteros para dar lugar a nuevas urbanizaciones, y la renovación de algunas infraestructuras de la ciudad como la red de transporte público, los sistemas de tratamiento de residuos, la fuerza de trabajo y los alojamientos para turistas. El costo financiero social y humano de estas transformaciones suscita de manera invariable cuestionamientos de amplio espectro, acalorados debates políticos y a menudo furiosas protestas”, explican Besnier, Brownell y Carter en “Antropología del deporte”, que ya hemos citado en estos textos.
Pero en su libro “Los Juegos Olímpicos”, Jefferson Lenskyj explica cómo estos cambios se promueven y fuerzan: una vez que la sede ha sido seleccionada, ingresa en un estado de “cuenta regresiva” que justifica medidas extremas. Cualquier gasto extra (habituales en cualquier construcción, como sabe cualquiera que haya tenido que arreglar el baño) corre por parte del organizador. Mientras tanto, la construcción de infraestructura ofrece una interesante oportunidad para los empresarios locales para mover dinero público al ámbito privado.
Por ello, en los últimos años muchas ciudades han desistido de ser sede olímpica. Y el COI tuvo que buscar nuevos aliados (se acerca cada vez más a Arabia Saudita, y se acercó a Rusia hasta que le soltó la mano). Para colmo, el Olimpismo pierde popularidad como megaevento, al menos en los espectadores más jóvenes. Entonces, el COI se tuvo que reformar: anunció cambios profundos a través de sus programas Agenda 2020 y Agenda 2020+5, que prometen “transformar desafíos en oportunidades”, y ahora lanza un mensaje sostenible, y pide menos a las ciudades que quieren ser sedes, premiando propuestas donde no se construye tanto, se reutilizan estadios y la creatividad apuntala costos bajos y un menor impacto ambiental (en esta era de los megaeventos, Los Ángeles 1984 fue la primera en organizar Juegos austeros, y sigue siendo el paradigma de gasto cero).
Tokio intentó seguir la nueva hoja de ruta, pero se perdió en el camino de las concesiones y las dádivas. El legado tokiota ha sido un gasto fastuoso, estructuras abandonadas (los célebres elefantes blancos), un sonoro impacto ambiental y una imagen absolutamente negativa de los Juegos para los locales. Otra vez: en 1964 Tokio, sede olímpica, quiso mostrar una cara moderna y reconstruida al mundo tras la Segunda Guerra, pero también aquella vez resultó en gastos públicos elevadísimos, corrupción, el desplazamiento de barrios enteros, y todo construido por mano de obra barata a gran riesgo.
Pero París ha triunfado, parece: construyó poco, utilizó estadios con mucha historia y armó escenarios desmontables frente a postales parisinas. Bajo costo y, además, una recuperación de la mística olímpica: de pasar a ver competencias olímpicas en estructuras homogéneas, no-lugares, tinglados tipo aeropuertos con unos carteles ploteados tapando las estructuras prearmadas, pasamos a Versalles, la Torre, el Sena o el Grand Palais como escenarios.
Y la mística no es un dato menor para una ciudad organizadora: para dar ganancia no alcanzan (para nada) los tickets de las entradas o el merchandising; la apuesta es que los Juegos Olímpicos enaltezcan la imagen de la ciudad, engrandezcan la marca y generen en el turista un afán de visitar. El COI siempre vendió su llegada como un potenciador del turismo: pocas veces se ha comprobado un impacto real en la economía turística tras un Juego Olímpico. Pero París, al menos, hizo todo para lograrlo: el Comité Olímpico publicó esta semana un estimado del impacto económico de los Juegos para los locales, que para ellos será millonario. Más allá de si resulta acertado o no, deja en claro que para la sede de Suiza, éste es el camino a seguir para el futuro. París encarna la esperanza de un futuro de bonanza para un Olimpismo en crisis.
Quiénes construyen la arquitectura olímpica:
los desplazados y los voluntarios
El estado de “cuenta regresiva” que describe Jefferson Lenskyj alcanza a toda sede: París entregó la Villa Olímpica a medio cocer, según contó Santiago Gómez Cora, y así con todo. Un paseo por el backstage suele mostrar obras a medio terminar, señalética improvisada, descuidos varios. Pero todos los organizadores se aseguran de que en la tevé salga todo muy lindo.
En ese estado de cuenta regresiva está claro quiénes son los trabajadores que laburan en condiciones límite, a destajo y en turnos consecutivos: la mano de obra de las grandes obras de la humanidad siempre fue la misma, el trabajador pobre, el desesperado. A menudo, trabajadores migrantes: es más fácil denunciarlo de Qatar que de Francia, aunque el mismísimo New York Times contó cómo los trabajadores indocumentados se expusieron al peligro por un puñado de euros y fueron parte crucial de que París fuera una fiesta.
Y las construcciones que realizan para los Juegos, el “legado”, a menudo aumentan el costo de vida en los barrios, un proceso de gentrificación que termina expulsando a miles de sus hogares, si es que antes no fueron echados ya por la fuerza para hacer lugar a autopistas y recintos deportivos: el reporte de COHRE, el Centro de Derecho a la Vivienda y Evicciones, titulado “Fair Play for Housing Rights” habla de desplazamientos de 720 mil personas en Seúl y 1,25 millones en Beijing. La promesa de la “mirada del mundo” posada sobre la ciudad justifica esta “limpieza”. Todo, a cambio de “ganancias intangibles: fervor patriótico, orgullo cívico, una experiencia de una vez”.
En los alrededores de París, pueblos y pequeñas ciudades se quejaron del aluvión de personas sin hogar que llegaron, desplazadas por la organización: la “limpieza”, habitualmente étnica, no solo es producto del aumento de costos o de nuevas edificaciones. Antes de los Juegos, las ciudades organizadoras se convierten en verdaderas zonas militarizadas, que expulsan a sus homeless y limpian la ciudad para las cámaras de televisión. Un excelente documental de Luis Ospina muestra cómo este proceso lleva décadas, es parte estructural de la organización de un megaevento.
Por un lado, entonces, el desplazamiento de los pobres, por el otro su utilización para abaratar costos: el trabajador migrante es una manera de bajar los costos organizativos, y la otra clave es el voluntario, la principal mano de obra dentro del circo olímpico: “Los Juegos Olímpicos y otros megaeventos no serían factibles a nivel financiero de no ser por el inmenso número de voluntarios, muchos de ellos oriundos de otros países, que pagan por su viaje y alojamiento para ocuparse de acompañar a las delegaciones, dirigir a las multitudes, trabajar como traductores, recolectar declaraciones de los atletas para los periodistas de todo el mundo, publicar resultados y récords y una miríada de otras tareas”, escriben Besnier, Brownell y Carter. Los antropólogos relatan el curioso caso de Río 2016, donde debido a recortes presupuestarios se recortó la cantidad de voluntarios (hay que vestirlos y alimentarlos). “¿Existe alguna otra ocasión en que treinta mil personas que estén dispuestas a trabajar gratis deban ser rechazadas?”, se preguntan los autores. La masa voluntaria atraviesa fronteras para, durante dos semanas, trabajar gratis, por una sencilla razón: el encanto del mito olímpico. Quieren ser parte.
La economía del Movimiento Olímpico
La ciudad paga como puede, a menudo con plata pública. Los costos se abaratan con mano de obra barata o gratuita. ¿Qué hace, cuál es el trabajo en todo esto del Comité Olímpico? Algo de dinero aporta, pero poco: “La sede provee el establecimiento para el banquete; el Comité Olímpico aporta el banquete”. A París le tocó 1,7 mil millones, un porcentaje de los 7,6 mil millones que el COI recaudó durante el anterior ciclo olímpico a través de, principalmente, dos fuentes que van de la mano: televisión y sponsoreo.
La TV sigue siendo su principal ingreso: el COI se dio cuenta hacia los 70 de que allí había negocio (antes, en una era de tevé menos masiva, cedía ese privilegio a los Comités Organizadores) y capturó ese dinero, que hoy es casi el 70% de sus ingresos. Un gran porcentaje de ese dinero viene de la tevé estadounidense, por lo cual no es extraño que se modifiquen horarios de competencia para complacer a la audiencia norteamericana (como las finales de natación, que en Beijing y Tokio fueron a la mañana para que se transmitieran en el prime time estadounidense). Para que el evento siga valiendo miles de millones, debe seguir siendo relevante: por ello es que en Lausana están preocupados por la pérdida de popularidad del olimpismo, por ello también el ingreso de nuevos deportes, urbanos y jóvenes, una búsqueda -un tanto desesperada- por acercarse a las nuevas audiencias.
El resto viene de los sponsors, a los que también, desde ya, les interesa que la marca olímpica siga siendo relevante y masiva. Y la forma que tiene hoy ese sponsoreo nació en aquella década del 70 que marcó la gigantización de los megaeventos al calor de la tevé: el COI creó el Programa Mundial de Patrocinio de los Socios Olímpicos, TOP, un grupo exclusivo de marcas desembolsa millones de dólares a cambio de poder utilizar su marca junto a los anillos olímpicos. Esos socios aportan durante los cuatro años de ciclo olímpico, no solo en el año de los Juegos, una solución importante a las finanzas del COI.
El COI, sin embargo, sigue diciendo que es una organización sin fines de lucro: deriva el 90% de sus ganancias a los comités olímpicos nacionales y las federaciones internacionales. El 10% restante lo usa para gastos operacionales: allí, claro, se incluyen los fabulosos estipendios que reciben sus miembros y la vida bacana que llevan, viajando por el mundo para sus sesiones extraordinarias. El itinerante circo olímpico no descansa.
Atletas uberizados
Nada de todo ese dinero va para los voluntarios, como dijimos, pero tampoco va algo para los atletas, las estrellas de su producto, la razón de su existencia. Cero: la sede provee el establecimiento para el banquete; el Comité Olímpico aporta el banquete, pero de ese banquete no comen los deportistas.
Porque el Comité Olímpico Internacional habrá roto su vieja regla, que prohibía la participación de profesionales en los Juegos, pero insiste en que, por alcanzar la gloria olímpica, no deben ganar dinero. Es por la gloria, dicen: el corazón amateur de los Juegos Olímpicos, un romanticismo conveniente para no pagar.
El amateurismo fue un valor fundante de los Juegos, con un fuerte sesgo clasista: se intentaba proteger al deporte “puro” de aquel practicado por una ganancia, es decir, al deporte de elite del deporte obrero. Se suponía que recibir dinero por ganar llevaría a una perversión del espíritu competitivo, abrir la jungla a un mundo que debía ser de caballeros: cualquiera puede leer en esos argumentos una aversión a las clases populares que comenzaban a sacar el deporte de exclusivos clubes de country y escuelas privadas y lo tomaban en sus propias manos.
El COI sostuvo la regla amateur, contra viento y marea, hasta 1988, cuando comenzó a permitir atletas profesionales. Incluso, quitó medallas a atletas ganadores al descubrir que habían cobrado, alguna vez, por competir: el mundo recuerda el caso del gran Jim Thorpe, pero en Argentina tuvimos nuestra propia persecución por sospecha de pagos, una caza de brujas a cualquier atleta que hubiera recibido un premio del gobierno peronista iniciada tras la Revolución Libertadora.
Con el correr del tiempo el COI fue flexibilizando sus formas, habilitando parcialmente el sponsoreo individual en la indumentaria y, finalmente, permitiendo que los profesionales compitan. Le convenía, claro, al evento, tener a las grandes estrellas del deporte. Pero siempre está en la retaguardia del avance del pago al atleta: dicen que es por romanticismo, por amor al deporte por el deporte, pero parece que cualquier monetización del escenario olímpico que no sea controlada por el Comité Olímpico molesta.
Estos Juegos de París han sido escenario de esa tensión. En los últimos años, los atletas han empezado a exigir algún tipo de reconocimiento económico a las federaciones que rigen sus deportes y ganan millones: no puede ser que ellos jueguen, ganen, generen el espectáculo y no se lleven nada a casa más que la “exposición”. En respuesta, World Athletics anunció que a los ganadores de París les pagaría un premio, rompiendo una tradición olímpica de 128 años. Al COI no le gustó. Nada. “El dinero debería utilizarse para el desarrollo del deporte”, lanzó Thomas Bach, explicando que la medida era superficial, mejorando la vida de apenas 48 de los 2.000 atletas presentes en la capital francesa. World Athletics respondió a través de su presidente, Sebastian Coe, afirmando que ya distribuye su dinero (parte de ese dinero proviene del COI) para el desarrollo de las bases.
Parece un paso, aunque el argumento de Bach no es para desestimar: ¿de qué vivirán los 1.952 atletas que no ganen medallas en París? La economía de los atletas varía según país (hay países que apoyan al deporte con becas, hay atletas profesionales, hay países que son un sálvese quien pueda) pero todos participan en los Juegos Olímpicos por amor al arte, mientras los jerarcas del deporte reciben cuantiosos bonos y se pasean por maravillosos hoteles y restoranes, como mostraba impunemente Chuck Blazer, el informante que generó el FIFA-gate, en su blog. En casi todos los casos hay, incluso en los deportistas más exitosos, una precariedad de base: poca plata, poca previsibilidad y la necesidad de estar todo el tiempo revalidando logros y permaneciendo en el mapa para sostener un apoyo estatal o privado.
El atleta olímpico convive así con dos presiones. La primera es por resultados, constantes: sostenerse en la elite es garantía de un apoyo estatal, en muchos casos, y en otros permite mantenerse en la vidriera, ser parte de una selección, competir en grandes eventos.
La segunda es por saber capitalizar esos logros: los atletas de hoy se venden constantemente, son sus propias empresas, mostrando el detrás de escena minuto a minuto por un puñado de likes con la expectativa de que suban los seguidores y lleguen los sponsors. A veces construyen personajes extravagantes para ganar tracción algorítmica: se cargan de presión, diciendo que van a ganar esto o aquello, y sucumben bajo el propio peso de las expectativas que ellos mismos generaron.
En este estado de cosas el atleta sabe que cuenta solo con su cuerpo como herramienta para ganar dinero. La propuesta de trabajar en el porno para un garrochista que derribó la vara con sus aparentemente importantes genitales tendría sabor a chiste si no fuera por un dato clave: como actor porno ganaría tres veces lo que hubiera pagado su país de conseguir el oro (y no ganó nada). Así, proliferan los OnlyFans de deportistas, y las cuentas de Instagram de los atletas son como esos programas televisivos de medianoche de venta de artículos diversos. Producción constante de contenido para mantenerse a flote, contenido atractivo para ser relevantes: el mismo proceso de burn out que vivimos como sociedad del rendimiento lo viven los atletas, precarizados, en una economía uberizada donde cada uno es su propio empresario y cada cuerpo es una herramienta a ser explotada para seguir sobreviviendo. Como en aquel capítulo de “Black Mirror”.
La economía del atleta argentino
La escena de los atletas argentinos, medallistas olímpicos algunos, pidiéndole a Bonadeo que le suba los seguidores no es entonces una anécdota, algo curioso o narcisista: ese aumento de interacciones es vital para la planificación de su futuro deportivo.
El sistema de becas del Enard que rige el deporte argentino de alto rendimiento genera presión por conseguir resultados constantemente, pero al menos desconectaba a los atletas de esa búsqueda permanente de inversores para sus campañas. Ya no. Hace rato las becas pasaron, por obra de un ya analizado cambio en la forma de sustentar el Enard y de las crisis inflacionarias, a ser casi simbólicas. Vuelven las rifas para financiar viajes, y las redes aparecen como una red para captar financistas.
Se habló mucho del milagro del deporte argentino en estos días. Al milagro nadie lo protege. Los anteriores gobiernos lo dejaron desfallecer. Este directamente quiere quitarle todo apoyo: encontrará alguna manera de no morir de hambre, o morirá. Los atletas levantan la voz, cada vez más, para señalar que sus triunfos son contra sus rivales y contra sus condiciones de existencia: nadie responde. Sus palabras desesperadas, sus pedidos de auxilio son titulares para ensalzar la épica del día, y chau, de vuelta al fútbol.