#Santiago2023 / La promesa de la sostenibilidad
“Los paisajes que se ven por televisión son espectaculares”, me dicen, por WhatsApp, de las competencias de agua que se están llevando a cabo en Santiago 2023. La vista desde el Estadio Nacional sería espectacular si no fuera porque el smog no deja ver la Cordillera de fondo (aunque le da lindos colores al atardecer), pero estos Juegos Panamericanos sí han sabido aprovechar los paisajes naturales de alrededor: surf en Pichilemu, remo y canotaje en Concepción y el slalom en el Río Aconcagua. Mar, río, montañas.
Claro que en el Río Aconcagua, las aguas bajan blancas gracias a la mano humana: una pareja de españoles viajó a Chile para preparar la pista de slalom, y prepararla implicó cavar, mover y armar, en una bajada del río, varios pequeños diques que hicieron más turbulento el caudal. El slalom tiene su río de aguas blancas; la tevé, su postal.
Siete mil atletas desembarcaron en Santiago para los Juegos Panamericanos, junto a una cantidad similar de oficiales, entrenadores, voluntarios, periodistas, en fin: miles y miles de personas que viajaron en avión, que se movilizarán en auto y en micro, que generarán toneladas de basura. Parece despreciable, pero el programa Huella Chile estimó que un concierto gratuito realizado hace una década dejó 70 toneladas de residuos, esparcidos alrededor del Parque Forestal. Y eso fue solo en una jornada. ¿Qué huella dejan los visitantes en el agua, el aire? ¿Qué huella dejan los recintos construidos para la ocasión en el medio ambiente?
La estimación oficial más reciente de la huella de carbono de los Juegos de Tokio es de 2,73 millones de toneladas de dióxido de carbono: se suponían los Juegos “más verdes” de la historia, con camas de cartón reciclable, energía de fuentes renovables, medallas olímpicas realizadas con metales preciosos extraídos de productos electrónicos usados y podios de plástico reciclado. Incluso la antorcha olímpica tuvo aluminio reciclado de la carcasa temporal empleada después del desastre de Fukushima en Japón, en marzo de 2011.
Sin embargo, la estimación de la huella de Tokio 2021 convierte a esas medidas en “simbólicas”: los 2,73 millones de toneladas de CO₂ son más de lo que países como Montenegro emiten en todo un año. Y la construcción y renovación de locales y otras infraestructuras se llevan la mayor parte de la torta. Y eso que hubo una pandemia que evitó el aluvión turista.
La organización de Tokio anunció, junto al Gobierno Metropolitano, un plan para compensar las emisiones de dióxido de carbono, pero, claro, habitamos un mundo que precisa reducir drásticamente, no solo empatar, la emisión. Además, una vez que los reflectores se van del evento, es difícil que estos planes se sostengan.
El lema “más alto, más rápido, más lejos” aplica igualmente a la construcción de instalaciones deportivas, la movilidad de los aficionados, los costes y las emisiones, por lo que hablar de Juegos sostenibles asoma complicado: un estudio de ISPO, dedicada al negocio deportivo, dice que “a lo largo de tres décadas, la tendencia en términos de sostenibilidad es claramente a la baja”, con los Juegos de Sochi 2014 y Río 2016 ocupando el peor lugar de las mediciones.
Al calor de estas polémicas es que han surgido numerosos movimientos activistas contra los Juegos Olímpicos: tanto París 2024 como Los Ángeles 2028 ya tienen los suyos, Saccage 2024 y NOlympics LA, así como también Tokio 2020 tuvo a sus protestantes. El ruido ha cobrado cierto efecto: las potenciales sedes se están negando a ofuscar a sus votantes. Solo hubo tres finalistas pujando por los Juegos de Invierno de 2010, 2014 y 2018, y solo dos por los de 2006, 2022 y 2026. También desde allí se entiende la alianza de los megaeventos con potencias emergentes, más dispuestas a pagar el costo político de organizar un Juego Olímpico para reposicionarse y transformar su imagen en el concierto internacional de las naciones.
Ante el aluvión de protestas, el Comité Olímpico Internacional ha prometido transformaciones profundas a través de sus programas Agenda 2020 y Agenda 2020+5, que prometen “transformar desafíos en oportunidades” (Comité Olímpico Internacional, 2021): en ambos casos se delinean nuevas políticas para los organizadores, atentos a la sostenibilidad fiscal y ecológica, a la vez que se prometen reformas en los requisitos para ser sede, para bajar los costos y permitir un mayor uso de infraestructura ya existente y estadios desmontables.
La Cordillera, desde lejos, no se ve: Santiago está ubicado en un valle, el smog sube y se coloca justo sobre las cumbres nevadas que hubieran dado marco de postal a estos Juegos Panamericanos. Las medallas fueron confeccionadas con un corazón de cobre cedido por Antofagasta Minerals, cortesía de la minería en el país andino.
Los Juegos Panamericanos 2023, sin embargo, prometen que son sustentables. La organización se alió a Huella Chile, y anunció que medirá la huella de carbono en el evento, aunque solo a 45 días del inicio, lo cual deja ciertas dudas sobre hasta qué punto la sostenibilidad estuvo contemplada en el plan de Santiago 2023.
Pero las medidas anunciadas son interesantes: anunciaron que será el primer evento de esta magnitud carbono neutral, es decir, sin huella, en Chile y América latina, con un reciclado superior al 80% de los residuos, buses eléctricos, sistemas de riesgo que reducen el consumo de agua, uso de energía eléctrica de fuentes renovables y otras propuestas que buscan compensar lo que de todas maneras se emitirá, los gases de vuelos, traslados, la energía de fuentes no renovables y demás.
Un plan ambicioso, pero que vive dentro de una paradoja: por un lado, están las promesas ambientalistas, y por otro las otras, las de unos Juegos que deberían traer bonanza económica gracias al turismo, a la llegada de miles de espectadores, en micro, en avión, para consumir, generar basura. En fin, contaminar.
Las ciudades sedes de megaeventos deportivos han comprendido que para caer simpáticos y evitar protestas (justo lo contrario al marketing positivo por el que van a buscar organizar un Juego) tienen que pensar en verde: lejos de las manadas de “elefantes blancos”, esos recintos gigantes, que se construían especialmente para un Juego Olímpico o un Mundial, con dineros públicos y la excusa del “legado”, pero que eran rápidamente abandonados por los altos costos de manutención y el desinterés general, hoy cualquier organizador de un evento multideportivo construye una serie de recintos desarmables, a menudo reutilizando materiales.
Pero, en paralelo, crece otra tendencia que malhumora a quien escribe: si se ha reducido la huella en materia de edificaciones, si ya no se cortan tantos árboles para construir estadios y carreteras, si se procura competir en cauces de agua naturales, bueno, en paralelo, lo que ha crecido notablemente en este siglo XXI Cambalache es la huella sonora.
Estoy, sí, un poco fóbico. Pero está claro para cualquiera que vaya a un partido de cualquier cosa en este Santiago 2023: hay un problema de sobremusicalización en los eventos deportivos. Los espectadores son bebés a los que hay que entretener, con pasitos de baile y peluches gratis: el miedo es que si no, se aburran y se vayan. Es divertido, es cierto, un poco está bien, pero que un segundo antes de un saque por medalla, está sonando por altoparlantes a todo volumen música caribeña… parece mucho.
Es una era de terror al silencio, pareciera. En el cine y en las series, por ejemplo, ya no hay momento que no esté reforzado por la música: una escena tensa tiene música tensa, una escena romántica, alguna melosa melodía, explicitándolo todo y sin dar reposo sonoro al espectador. Hay tanto ruido, que el ruido en las películas ha crecido exponencialmente: cuando tu base sonora es un dronar constante, ¿cómo hacer para acentuar las esccenas que sí requieren un impacto sonoro?
En el Río Aconcagua, mientras los kayak bajaban por aguas turbulentas buscando la clasificación, una voz narraba por altoparlantes. La narración, didáctica, de eventos poco transmitidos televisivamente, poco conocidos, es importante en la difusión del deporte: curiosos de la zona que se acercan a ver pueden entusiasmarse por la práctica. Ahora, también, cada vez que el presentador hacía silencio, sonaba música, a todo volumen. Nada de oír el murmullo de las aguas bajando. Tampoco parece ser gran colaboración para la máxima concentración, casi una meditación, que deben realizar los atletas para ajustar milimétricamente sus movimientos. Como si el silencio inquietara. ¿Y qué pasa con los pájaros, peces, con la fauna del lugar?
No hay actividad humana sin huella, desde ya: es utópico imaginarlo, algo ingenuo, diría incluso. Y está claro: algunos pasos se están dando en materia ambiental en torno a los megaeventos deportivos, esfuerzos en el manejo de residuos, la medición de emisiones, el uso de energías renovables, un trabajo a destajo para seguir organizando algunos de los eventos culturales más significativos del presente sin destruir el planeta.
Quizás, en todo caso, el problema resida en el lado B de ese esfuerzo, en la utilización de la retórica ecologista: palabras vacías y medidas simbólicas que se lanzan, frente al impacto ambiental de cualquier megaevento, con un solo fin, el “greenwashing”.
El greenwashing consiste en orientar la imagen de marketing de una organización hacia un posicionamiento ecológico mientras que sus acciones van en contra del medio ambiente. Hay declamaciones verdes de petroleras, de mineras, y uno comprende que para que funcione el mundo tiene que haber energía, pero parece absurdo que encima anden por ahí asegurando que sus prácticas son sostenibles o intentan serlo.
Hay algo de ello en estos megaeventos deportivos, hace ya tres décadas: el origen de este lavado de cara verde se remonta a Albertville 92, Juegos Olímpicos de Invierno que fueron un verdadero desastre ecológico. Siguieron escándalos de sobornos para la organización de los Juegos de 1996, en Atlanta, y 2002, en Salt Lake, y el Comité Olímpico Internacional entendió que debía higienizar su marca para seguir tentando a sus auspiciantes. Nadie quiere ligar su producto a un evento escandaloso y contaminante.
Así fue que camino a Sídney 2000 el movimiento olímpico abrazó la retórica ecologista: en 1995 agregaron una regla a la Carta Olímpica que dictaba que “los Juegos se realizarán en condiciones que demuestren una responsable preocupación por el medio ambiente”. Cuatro años después, lanzaron un programa que prometía que sus socios patrocinadores (Coca-Cola, Kodak, etc.) integrarían el desarrollo sustentable en sus políticas y actividades.
Eran apenas declaraciones para barnizar la marca olímpica. Auspiciaba el lavado de cara ecologista Shell, uno de los socios del COI, por lo que no extraña que Sídney, que dejó una deuda a los contribuyentes de 1.700 millones de dólares, obviara las protestas de cientos de activistas y decidiera construir un estadio para diez mil personas en Bondi Beach, considerada por los australianos como “la playa más hermosa del mundo”, un hermoso y natural frente de arena que ahora sería atacado, durante los Juegos “más verdes de la historia”, por decenas de miles de ruidosos turistas que llegarían con sus desechos de plástico para ver un poco de beach volley. Es que mandaba la tevé: la NBC, el canal estadounidense que quería el fondo paradisíaco de la sede para su transmisión y había pagado 600 millones por los derechos.
Juegos sustentables: la palabra mágica, utilizada desde entonces en todo evento olímpico, desde el máximo nivel hasta los eventos multideportivos regionales y juveniles. Frente a los descalabros de gastos públicos, Juegos económicamente sustentables. Frente a los desastres ambientales, Juegos que reciclen, que tengan recintos descartables y camas de cartón, como en Tokio. Tiene bastante de medidas “pour la galerie”.
En cualquier caso, para los autores de un reciente trabajo publicado en la revista Nature, la falta de un mecanismo de medición coherente de los impactos de los Juegos Olímpicos sobre la sostenibilidad hace imposible conocer con certeza si realmente están siguiendo un camino u otro. Por ese motivo, se lanzaron a desarrollar uno.
Y a través del mismo sacaron conclusiones claras: la sostenibilidad del principal evento olímpico ha ido en caída marcada. Sochi y Río, lo peor. Salt Lake 2002, los más sostenibles. Entonces, dicen los autores, la retórica de la sostenibilidad no se corresponde con los resultados reales de la sostenibilidad.
“Hay Juegos Olímpicos en nuestra muestra que han obtenido puntuaciones altas en indicadores individuales. Este resultado cuestiona la afirmación de los escépticos de que los megaeventos nunca pueden ser sostenibles”, aclaran los autores.
Pero “hacer que los Juegos Olímpicos sean más sostenibles requeriría un cambio significativo en el actual modelo de negocio. El COI no está dispuesto a hacerlo, también porque se enfrenta a la resistencia de las partes interesadas (como las federaciones deportivas). En general, estos acontecimientos son lentos en reaccionar a las circunstancias cambiantes y con frecuencia se necesita una fuerte presión externa, como protestas y boicots, para modificar las cosas”, concluye Martin Müller, uno de los académicos a cargo.
Respecto de esta nueva retórica “eco” del COI, escribe el historiador del deporte, y escéptico, Jules Boykoff: “A menudo, el discurso de la sustentabilidad es un velo embellecido que oculta la rapacidad incesante del capitalismo. La recién descubierta narrativa verde del Movimiento Olímpico se parece más a marcar una casilla eco que a ambientalismo consecuente”.
¿Qué pasará, entonces, con las promesas ambientalistas de Santiago? El tiempo lo dirá. Aunque cuando lo diga, claro, cualquier daño ya habrá sido hecho y, además, cualquier debate en torno al impacto de los Juegos Panamericanos, probablemente, haya sido olvidado.