#Paris2024 / El fuego interior enciende y quema

#Paris2024 / El fuego interior enciende y quema

When I lost my grip and I hit the floor
I thought I could leave, but couldn’t get out the door

La que está en el primer lugar del podio no es, por una vez, Simone Biles: es Rebeca Andrade, la brasileña, gimnasta nacida en la favela, hija de una empleada doméstica, que conoció el deporte gracias a un programa estatal. A su lado, relegada a segundo lugar, Biles ensaya, junto al bronce, Jordan Chiles, una reverencia a la campeona. La postal, una de las imágenes de los Juegos, cuenta una historia. Y aunque es con medalla de plata, cuenta también el final feliz de Biles, que se permitió divertirse, sonreír, jugar con su máxima rival, y disfrutar en la “derrota”.

La gimnasta norteamericana, que marcó un antes y un después en el deporte, se había divorciado del alto rendimiento en 2021: en los Juegos de Tokio, en el escenario más grande, en el momento donde la mayoría hubiera apretado los dientes y seguido adelante por miedo a quedar mal con su equipo, con la gente, con los sponsors, ella dijo basta. Quemada, atosigada por la presión, se dio cuenta de que no quería saber más nada, que su mente le pedía que por favor, que basta. “Al final de cuentas, no sólo somos entretenimiento. Somos humanos y hay cosas tras bambalinas con las que debemos lidiar”, dijo, y mostró la humanidad de los dioses de nuestro Olimpo.

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El fuego sagrado que enciende el pebetero que vuela por París como un globo aerostático proviene de un mito cruel. Y tal vez, apropiado. Prometeo robó ese fuego, esa parte sagrada de la divinidad, y la llevó a los hombres. Es la parte divina que hay dentro nuestro. Pero ese acto fue un desafío a los dioses, y Prometeo lo pagó con una eternidad de dolor: un águila le comería el hígado por siempre, y éste se regeneraría para seguir siendo devorado. Una metáfora cruel: para alcanzar las cimas divinas, la gloria, una eternidad de sufrimiento. 

Es el mito que alimenta todo esfuerzo moderno: los atletas se empujan al límite y más allá. “El alto rendimiento no es salud”, repiten, mientras su cuerpo chirría y se desvencija. Las gimnastas que participan en París desfilaron como los soldados: los trajes impecables, preciosos diseños con los colores patrios; los pies vendados para sostener tobillos rotos, las manos hechas de callos, una venda sobre alguna herida por una peligrosa caída. Épico, autodestructivo, el fuego interior enciende, empuja, lleva a los cuerpos a volar. También quema.

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En Tokio, Simone Biles se reveló contra la narrativa. Quemada, decidió apagar el incendió antes de consumirse. No todos pueden: el sistema deportivo argentino de alto rendimiento expulsa con su sistema de becas que exige resultados constantes para seguir subsistiendo en el deporte a numerosos atletas. Abigail Magistrati es una de las que dejó: tras Tokio, ella también dijo basta, cansada de la exigencia, del estrés, de una vida de dolor en el cuerpo. 

“Querés alejarte lo más posible”, le dijo a Horizonte en una entrevista hace algunos meses. Pero la gimnasia era su segunda casa, y tras dar un paso al costado, volvió como entrenadora, decidida a hacer las cosas de otra manera, a “ayudar a las atletas a sacar su máximo potencial desde el lado sano de la gimnasia, que puedan ser felices en cada paso”.

“A mi no me gustó que hayan hecho esto conmigo, entonces no lo voy a hacer con ellas. Para que no se cansen del deporte”, explica Magistrati, y cuenta que no podía ver con claridad su situación hasta que otros deportistas amigos se lo señalaron: “Deportistas de atletismo, de boxeo, de natación me hacían dar cuenta de que no eran cosas normales, que no era normal no disfrutar ningún día de entrenamiento. Y poco a poco me fui dando cuenta, fui enfrentando esas situaciones, enfrentando a mi entrenadora. Quería que entiendan que yo había crecido, que no iba a soportar cosas que no me hacían bien”.

“Se pierde muchas veces el hecho de que somos atletas pero somos personas, con una adolescencia por recorrer: te toman como un robot, tenés que entrenar, dedicarle todo al entrenamiento, no podés salir, no podés comer, no podés dormir tarde… Se pierde el hecho de que por ahí sos una nena, de 14, 15 años, que por ahí tiene como objetivo principal el deporte, pero que a veces quiere salir con amigos, comer una hamburguesa”, dice Magistrati. “Se dice que el alto rendimiento no es salud, pero creo que se puede llegar a un equilibrio entre la vida y el deporte”.

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La gimnasia, desde ya, tiene un problema: para crear una campeona ha quemado decenas de jóvenes. El primer problema es la edad: los entrenadores toman muy chicas a las atletas. Influenciables, las llevaban a empujar sus límites antes de que sean capaces de identificarlos: manifestar el dolor es señal de debilidad y rebeldía, negarse a un ejercicio, levantarle la voz a la autoridad, una osadía impensable.

En algunos casos son verdaderos reinados del terror. El equipo de gimnastas rumanas que dio a Nadia Comaneci todavía recuerda el régimen totalitario que establecieron sus entrenadores para producir aquellos resultados excepcionales. Hambreadas, castigadas físicamente, abusadas psicológicamente hasta la sumisión, finalmente ellas mismas no podían rebelarse. Ni siquiera en secreto se animaban, en los viajes, a comprarse alguna golosina del mundo occidental. El poder se les había metido en el cuerpo, controlaba sus acciones. Y ¿a quién levantar la voz? Sus entrenadores trabajaban para un Estado que quería campeonas a cualquier costo.

Uno pensaría que eso solo es posible en países con regímenes totalitarios, una cultura de opresión y silencio. Bueno, aquellos entrenadores, los Karloyi, escaparon luego de la Rumania del dictador Nicolae Ceaușescu hacia… Estados Unidos, donde erigieron el régimen que llevó al equipo norteamericano a la excelencia, la gloria y las medallas. Allí está Bela, ex entrenador de Comaneci, sosteniendo como un padre a Kerri Strug en Atlanta 96, luego de que la gimnasta saltara el potro con un tobillo roto para asegurar el oro estadounidense en equipos: aquella imagen, ícono hasta hace muy poco del heroísmo olímpico, hoy tiene otras connotaciones. Strug, que será protagonista de una biopic, no debería haber saltado. 

Los Karloyi seguían al frente del programa de gimnasia estadounidense cuando una chiquitita Simone Biles llegó a la selección. Cuando ella y sus compañeras se lesionaban, se trataban con el doctor Larry Nassar: aprovechando la edad y la ingenuidad de algunas, y la cultura de silencio y terror del Rancho Karloyi, Nassar abusó a más de 300 gimnastas. Biles contó en 2018 que fue una de ellas: también con eso cargaba en Tokio, tres años después.

“La mayoría de ustedes me conocen como una chica alegre y enérgica. Pero últimamente, me siento un poco rota y cuanto más trato de apagar las voces en mi cabeza, más fuerte gritan. Ya no tengo miedo de contar mi historia. Yo también soy una de las tantas sobrevivientes que fueron abusadas sexualmente por Larry Nassar”, escribió en Twitter, donde afirmó, de forma desgarradora, que “me parte el corazón pensar que, mientras trabajo para cumplir mi sueño de competir en Tokio 2020, tendré que volver continuamente al mismo lugar de entrenamiento en el que fui abusada”.

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Gabriela Parigi fue gimnasta de la selección. Fue a mundiales, y fue subcampeona panamericana, viajó a los Juegos Mundiales de la Juventud celebrados en Moscú en 1998. Hoy es artista, autora y directora de “Consagrada”, biodrama que parte de su historia en el deporte y que con su fuego ilumina el lado oscuro del alto rendimiento.

Parigi dejó la gimnasia, pero también, como Magistrati, volvió como entrenadora. “Estaba convencida de que podía encarar esa tarea con una pedagogía diferente, desde otras perspectivas y lógicas”, contó, en una entrevista. Pero encontró que “había algo en el alto rendimiento que iba más allá de que yo lo hiciera de una u otra forma. Eso de competir como un fin en sí mismo, de ganar como sea sin importar lo que vas dejando en el medio”.

“Hay en el deporte explotación, sistemas opresivos, espirales de silencio, reinados del terror, pero también internalización de esas ideas a través de frases pseudopsicológicas que consiguen convencer al atleta de empujarse más y más, de seguir autoexplotándose. Por eso decidí mudarme de ecosistema”, dice Parigi. En ese nuevo ecosistema, el arte escénico, retrató aquella historia, buceando en su vida personal para revelar los dobleces de la luminosa narrativa deportiva oficial: “Abusos, violencia de género, meritocracia, cuerpos y mentes adoctrinados para el éxito, infancias exigidas, desprecio por la salud física, mental y emocional, discriminación”, define ella misma. Cuando vio “Atleta A”, el documental que cuenta los abusos dentro del equipo estadounidense, Parigi pensó: “Esa era la lógica de mi época. Lo interesante de ese caso es que devela al sistema en su totalidad”.

“Existe una mirada productivista, extractivista del cuerpo, una mirada capitalista”, dice del universo deportivo. Y no todos han sido parte del alto rendimiento deportivo, pero Parigi dice que “estamos todos interpelados por la lógica del alto rendimiento. Tenemos siempre que rendir más, dar más. Hay una lógica: el que más resiste en ese campo de batalla, lo logra”.

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Habitamos, dice el filósofo Byung-Chul Han, una “sociedad del rendimiento”, en el que los sujetos se caracterizan por haberse transformado en empresarios de sí mismos, incapaces de establecer relaciones que sean libres de cualquier finalidad. Producir todo el tiempo, quema. Pero el colmo es que nos exigimos producir todo el tiempo a nosotros mismos, el gran truco del capitalismo: creamos contenidos para las plataformas, que son las que ganan el dinero. Creamos contenido hasta quemarnos: entonces, sucede el dopaje, las pastillas para paliar los dolores y poder seguir produciendo. La sociedad del rendimiento es la sociedad de los ansiolíticos.

El deporte ha sido una sociedad del rendimiento desde su fundación, exigiendo ir más alto, más rápido, más fuerte, siempre: una expansión infinita que obviamente culmina en cuerpos y cabezas rotas, también en expectativas frustradas, ánimos dinamitados, porque no se puede mejorar la marca para siempre. El burnout aparece: atletas quemados que tras entrenar de madrugada tienen que producir contenidos, exponerse a la tóxica esfera de las redes sociales donde todos opinan de sus resultados y sus cuerpos sin piedad. Son objetos, un entretenimiento más en la pantalla del celular, y se someten a esa industria voluntariamente, por un puñado de dólares. Por eso le ruegan a Bonadeo que le suba los seguidores.

Es la uberización de la economía del deportista: atletas emprendedores venden proteínas de dudosa efectividad, venden su cuerpo en OnlyFans. Precisados por imponerse al ruido de millones de personas produciendo contenidos, de figurar en el algoritmo, los atletas también crean personajes, alimentan una imagen invulnerable, carismática, a prueba de miedos, dudas, fisuras. Y también pagan el precio de esa presión autogenerada. Sha’Carri Richardson es hace rato llamada a ser la reina de la velocidad: muy joven puso marcas que llevaron a pensar que, con ella, Estados Unidos volvería a dominar los 100 metros, tras años de hegemonía jamaiquina. Pero camino a Tokio, donde su duelo con Shelly Ann Fraser y Shericka Jackson era uno de los eventos más esperados, se fumó un porro. 

Sha’Carri vendía ese duelo en sus redes. Encendía el interés, avisaba que ganaría. Lo siguió haciendo después del incidente: en “Sprint”, el documental de Netflix, muestra siempre una confianza absoluta en su superioridad. Cuando la serie la muestra en las carreras, sin embargo, se ve su rostro preocupado, se percibe la mirada al borde del desborde. Sin Shericka ni Shelly Ann en París, no pudo coronarse campeona, superada por Julien Alfred en los 100, sin clasificar a los 200. Demasiada presión.
Tres años antes, en Tokio, fue doping y sanción: fuera de los Juegos. El sistema no se preguntó qué pasó por su cabeza que, tan cerca de la gloria, tuvo que consumir marihuana. Tampoco buscó ayudarla. El sistema que la había llevado al límite de la ansiedad y más allá solo la expulsó. 

Luciano De Cecco se abrió a Juan Pablo Varsky antes de los Juegos: el abanderado argentino contó que tuvo pensamientos suicidas, en una entrevista muy delicada donde dijo que en medio de una depresión furiosa no tomó Xanax por miedo al doping. Quemado, el atleta priorizó el rendimiento al bienestar. A la vida.

De Cecco, que como Strug siguió compitiendo con una parte del cuerpo fracturada, salió, casi de casualidad, porque entre los mandatos masculino y deportivo (no se puede manifestar el dolor ni mostrar flaqueza o duda en ninguna de las dos instancias) tenía todo en contra. En la entrevista, donde recomienda no hacer lo que hizo él y alzar la voz, habla de fortalecer la mentalidad como remedio. Entrenar la mente, para seguir siendo productivo en el sistema deportivo-capitalista: lo que hoy enseña el coaching con sus frases motivacionales. Más rápido, más alto, más fuerte, siempre. ¿Se puede hacer deporte de alto rendimiento sin terminar fisurado de cuerpo y mente?

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Como De Cecco, también Biles salió de su crisis, también contra la lógica del sistema, también con algo de fortuna, de casualidad. Seguro, uberizada también ella, hoy vende Powerade bajo el lema “pausa es power”: la mercantilización hasta de una crisis de salud mental. Pero su triunfo no es haber vencido al sistema, sino haber encontrado una forma de existir dentro del sistema, de sobrevivir. Su triunfo no es haber vuelto a un Juego Olímpico, tampoco haber ganado medallas. Su verdadera victoria es haber quebrado la internalización de la lógica que le demandaba empujarse y explotarse hasta el quiebre.

Solo entonces pudo aparecer esa postal: una plata, antes inaceptable, antes una derrota, puede ser hoy, para ella, motivo de alegría.