#Paris2024 / Hamburguesas radiactivas y geopolítica del doping
Como parte del plan del comité organizador, y de las indicaciones del Comité Olímpico Internacional, para ahorrar dinero y no construir estadios para un solo uso, los famosos elefantes blancos, la pileta de París 2024 se montó en La Defense, la cancha techada del equipo de rugby Racing 92: en poco más de un mes, un hito de la ingeniería moderna, instalaron allí una piscina que dejará de existir después de los Juegos.
La alberca se construyó sobre la cancha, y por lo tanto no podía tener demasiada profundidad: los 2 metros de hondo son reglamentarios, pero la profundidad es menor a la acostumbrada por los nadadores, y de hecho, en los giros, en las transmisiones televisivas, se ve el piso de la piscina, una imagen poco común. Resultado: la pileta de París es más lenta, con aguas más turbulentas debajo de la superficie que frenan el progreso.
Esa es una de las razones por las que la natación no ha tenido records mundiales. Hasta ayer, claro, gracias a Pan Zhanle: el nadador chino, dueño de la plusmarca en 100m libres desde este año (bajó el tiempo a 46.80, seis centésimas menos que David Popovici, en la posta del Mundial), aplastó su propia marca.
Lo que hizo fue una locura total: el record del brasileño Cesar Cielo, 46.91, realizado con mallas mágicas, se sostuvo por 13 años; David Popovici lo rebajó en 2022 en apenas 5 centésimas; pero Pan decidió bajar más de 4 décimas, más cerca hoy de los 45 segundos que de los 47 que hace 20 años son una marca de excelencia, tiempo de final olímpica, marca de medallas.
Es tan brutal la marca que muchas cejas se arquearon, y las redes estallaron de emoticones de jeringuillas. El mundo occidental sospecha siempre de los logros de los países del polo opuesto, es ya paranoica tradición, pero es cierto que no ayuda a la causa de Pan que haya nadado su plusmarca en una pileta lenta. Menos aún, que lo hiciera mientras China está en el ojo de la tormenta, tras absolver a 23 nadadores que dieron positivo de dopaje camino a Tokio 2021.
La historia es vieja, pero la destapó recién en las últimas semanas los alemanes de ARD, responsables ya de varias investigaciones de dopaje en el mundo olímpico, siempre sobre los sospechosos de siempre: chinos, rusos. Claro que los rusos habían organizado efectivamente un sistema magistral de dopaje orquestado desde el Estado; el laboratorio antidopaje chino, en tanto, consideró que los 23 positivos de sus nadadores eran a causa de “contaminación”. Y AMA, la Asociación Mundial Antidopaje, aceptó el razonamiento y no indagó más.
La explicación es absolutamente descabellada. Los nadadores habrían cocinado hamburguesas sobre una cocina que tenía restos de una sustancia prohibida. No cualquier sustancia: trimetazidina, medicamento para la angina de pecho que vuelve al corazón más eficiente en situaciones de baja oxigenación. Mejora el rendimiento. Y está prohibida. Es la droga que encontraron en la adolescente Kamila Valieva, estrella del patinaje artístico ruso. Es la sustancia que apareció en las venas de Sun Yang, el nadador chino ganador de tres oros olímpicos y dos veces atrapado por dopaje.
Aquel caso de Sun es emblemático porque la asociación antidopaje china mantuvo en secreto la suspensión. Asuntos internos. Un año más tarde, compitió y ganó en el Mundial; en Río, sus colegas le negaban el saludo y decían que meaba violeta.
Aquella vez, sin embargo, la AMA sí terminó tomando medidas en el asunto y suspendiendo al chino. Esta vez, sin embargo, la primera reacción de la Agencia fue aceptar la estrafalaria explicación de “hamburguesas contaminadas”, cuando faltaban apenas meses para los Juegos de Tokio.
También faltaba poco para los Juegos de Beijing 2022, y un escándalo de dopaje masivo no le hubiera venido demasiado bien a China que, además, aportó en los últimos años 2 millones de dólares más de lo necesario a la Agencia Mundial Antidopaje. China envió 11 de aquellos nadadores a Tokio: ganó 6 medallas, 3 oros, postergando a plata y bronce a nadadores estadounidenses. No es un tema menor mojarle la oreja a los norteamericanos, como ya sabe la FIFA.
El aparente encubrimiento estalló tres años más tarde en la pantalla de ARD, y luego en The New York Times. Pero AMA ratificó su decisión, y tras una investigación, un reporte explicó, simplemente, que no había evidencia “a pesar de cierto escepticismo” para desafiar el escenario de contaminación planteado por los chinos.
Es importante aquí explicar cómo funciona el sistema antidopaje global: AMA no es una agencia centralizada que controla en todo el mundo, precisaría para ello un ejército de químicos viajando por el mundo tomando muestras de sangre. Los controles son locales: AMA delega sus labores en los laboratorios acreditados de cada país, a los que fiscaliza.
Es fácil trampear a este sistema: a las tretas habituales (no realizar un examen antidopaje que vaya a dar positivo -tienen hasta 3 chances-, utilizar microdosis de las sustancias químicas, agentes para encubrirlas o muestras falsas) se suma la posibilidad de entrenar en locaciones alejadas de cualquier testeo y no atender la puerta cuando toca el laboratorio, sin entrar en temas de sobornos. Porque, claro, hay un problema inherente a este sistema: ¿hasta qué punto se puede confiar en que los laboratorios van a ir contra los intereses deportivos de su país?
Esa desconfianza lanzan los países occidentales ante cada triunfo de las desafiantes potencias de Asia, y más luego de que se destapara el sistema financiado por el estado ruso para criar campeones en el laboratorio. La sospecha permanente no es nueva, claro: el antidoping existe, de hecho, por esa sospecha.
El dopaje no fue trampa durante la mitad del siglo XX. Todos tomaban diversas sustancias, se consideraba parte de la experimentación de los atletas en su búsqueda de la excelencia por cualquier forma. “Ninguna regla prohibía el uso, y los atletas operaban bajo la premisa de que lo que no estaba prohibido era permitido. Los atletas hasta les contaban a sus amigos de sus descubrimientos, y así el uso se expandía”, explicó el ex presidente de AMA, Richard Pound.
Pero entonces, la Guerra Fría hizo aumentar el valor simbólico de las medallas olímpicas: el deporte se volvió una guerra por otros medios, y además de la carrera espacial se desarrolló una carrera química por crear artificialmente a los ganadores. Una rivalidad científica de la que participan ambos bandos: como escribió John Longman en el New York Times, se trataba de ver si “nuestras bombas atómicas están alimentadas de mejores estereoides que sus bombas atómicas”.
Bueno, las bombas del bloque soviético estaban mejor alimentadas, y entonces desde Occidente alzaron la voz sobre los métodos químicos de sus rivales. El dopaje era, de pronto, una ofensa moral cuando, el 26 de agosto de 1960, Knud Jensen, ciclista danés de 23 años, se cayó de su bicicleta y se fracturó el cráneo. Su entrenador y la autopsia revelaron que el atleta había ingerido roniacol, un vasodilatante que le habría producido el desmayo fatal, una versión desde entonces debatida.
Lo cierto es que ante el escándalo el COI tuvo que hacer algo con el dopaje: desde su nacimiento, el doping fue más un problema de relaciones públicas, de imagen, que médico o ético. El Comité creó una comisión médica para que regulara la cuestión del dopaje, y en 1964 se llevaron a cabo los primeros controles: de 670 atletas testeados con evaluaciones que rastreaban diferentes químicos en orina, solo dos dieron positivo, por anfetaminas, pero los científicos encontraron que más de la mitad de los testeos presentaba rastros de sustancias químicas no identificadas.
La anécdota de Tokio 64 ilustra dos de los grandes problemas de AMA: la constante evolución del “hecha la ley, hecha la trampa” (la ciencia del dopaje siempre está dos pasos delante de la ciencia antidopaje) y la decisión del COI de no hacerse cargo del problema, por no afrontar los costos o por no generar problemas para su propio espectáculo.
Cuatro años después de aquellos Juegos del 64, ingresaban al olimpismo los atletas de Alemania del Este: quedó quinta en el medallero. En 1972, era tercera, consiguiendo casi 15 veces más medallas per cápita que Estados Unidos; y ocupó en Montreal 1976 y Moscú 1980 el segundo lugar del podio de medallas, solo detrás de la Unión Soviética. En 1976, además, postergó al país norteamericano al tercer puesto, el peor puesto en toda su historia hasta ese momento (solo repetido en Seúl 88). El éxito era químico, sin lugar a dudas: la policía secreta de la República Democrática Alemana instituyó un régimen de doping esponsoreado por el estado que administró peligrosos fármacos a más de 10 mil atletas.
Durante años, la condena se concentró en aquel programa experimental de raíz estatal. Luego fueron los rusos, ahora los chinos. Pero, como dicen los investigadores Besnier, Brownell y Carter en su “Antropología del deporte”, “el foco en los horrores ocurridos en Alemania Oriental ha entorpecido la exploración de las maneras en que el doping se desarrolló en paralelo con la globalización durante y después de la Guerra Fría. El doping fue, y es todavía hoy, un sistema global”. Es difícil, quizás imposible, doparse solo: el dopaje siempre es una conspiración de varios.
De hecho, mientras Estados Unidos presionaba desde los foros mediáticos para que se persiguiera al “milagro” alemán, sus propios atletas reconocían sistemas organizados para el dopaje en su país, orquestado por entrenadores, federaciones: una encuesta no oficial previa a los Juegos de Múnich 1972 señaló que el 68% del equipo norteamericano utilizó en algún momento algún tipo de anabólico.
Años más tarde, cuando Ben Johnson despojó en Seúl 1988 a Carl Lewis del oro en los 100m, apareció el testeo negativo: el canadiense de raíces jamaicanas siempre sostuvo que todos se dopaban. “La carrera más sucia de la historia”. Lewis mismo había fallado tres controles antidopaje en los campeonatos preolímpicos de su país en 1988, pero el Comité Olímpico de Estados Unidos aceptó la explicación del velocista: había tomado un suplemento herbal (el caso se conoció recién en 2003, cuando el encargado del control antidopaje de Estados Unidos Wade Exum entregó a Sports Illustrated una lista de ¡cien! atletas de su país que habían fallado controles antidopaje que habían sido ocultados luego por la federación).
Previo a los Juegos de París, estallaron varios casos de dopaje encubierto. En España, entre problemas con la agencia antidopaje del país, apareció Eufemiano Fuentes, médico que organizó un espectacular sistema de dopaje de cara a Barcelona 92. Y dijo que suministró drogas al jefe de misión de España en París. Mientras tanto, el periodista Nick Harris continúa con una investigación sobre el dopaje en Gran Bretaña donde pone el dedo en la llaga sobre la preparación química del país de cara a Londres 2012.
Pero la polémica estuvo centrada en las hamburguesas chinas. Y Estados Unidos, siempre ansioso y particularmente celosos de su poder central en el mundo deportivo (que es, claro, una industria multimillonaria), no dudó en accionar: en 2020 pasaron la Ley Rodchenkov, que les permite investigar ofensas de dopaje ocurridas fuera de su país. La policía del mundo. La ley lleva el nombre del “arrepentido” científico ruso que delató el encubrimiento del sistema estatal de doping ruso. Rodchenkov es el protagonista de “Icarus”, el oscarizado documental de Netflix que retrata aquel escándalo. Netflix, Oscar, ARD, New York Times: queda claro el influyente aparato mediático de las denuncias.
Pero también del otro lado hay poder. En este caso, el del Comité Olímpico, que frenó hace algunos días el accionar global de la Ley Rodchenkov: en la previa de París debía confirmar a Salt Lake, Estados Unidos, como sede de los Juegos de Invierno de 2034, pero lo que parecía un trámite se volvió una negociación. ¿Quieren la sede? Bueno, dejen de protestar públicamente por el accionar de AMA en el caso de dopaje chino, cesen las investigaciones, acepten la independencia de los sistemas de control de dopaje. Estados Unidos accedió, y públicamente anunció una tregua con AMA, afirmando que acatan las reglas del organismo y respetan sus decisiones. El anuncio causó la furia del Congreso estadounidense, que amenazó con no liberar fondos para el control antidoping en su país si no se fuerza una investigación en el caso chino. Pero eso, claro, es un problema de Estados Unidos, no del olimpismo.
El olimpismo tiene otro problema, en todo caso, el que ha elegido ignorar desde sus albores. Desde su lema olímpico, pide a sus atletas ir más rápido, más alto, más fuerte, basa su espectacularidad en la ruptura de records, las carreras de los atletas se sostienen solo si progresan constantemente. El mismo sistema empuja al dopaje: no es una excepción, una aberración, daño colateral; es parte integral de un sistema que promueve, exige, progreso permanente.
Un multimillonario australiano, Aron D’Souza, promueve una solución: los Enhanced Games, un evento multideportivo donde los atletas pueden doparse como quieran. Los libertarios del deporte. Quieren liberar las fuerzas del dopaje, y ver hasta dónde puede llegar el hombre, cuál es el límite. Si el triunfo es químico, ganará la ciencia, no el atleta, dicen los detractores. Y ganará, finalmente, el país que más dinero ponga en esa ciencia: el antidopaje es una forma imperfecta, afirman, de que la balanza sea equilibrada, o que no se desequilibre más aún (los paralelismos entre este debate, nuestra democracia frágil y fallida y los experimentos liberales del presente la dejo a su criterio).
Pero aunque las voces han sido mayormente críticas, considerando la idea desde “insegura” hasta un truco de circo, el evento tendrá lugar en 2025. Y ya tiene publicidades filmadas por Ridley Scott, el director de “Alien” y “Blade Runner”.