#Santiago2023 / Argentina, los Juegos Panamericanos y la cultura deportiva

#Santiago2023 / Argentina, los Juegos Panamericanos y la cultura deportiva

Siempre es vorágine, vértigo puro: los Juegos Panamericanos acaban de empezar y ya entran en su recta final. Quedan cuatro días y medio de competencias, que reencenderán el interés del público argentino gracias a las definiciones de los deportes por equipos. También vendrán la vela, la pelota, deportes que sumarán preseas para la bandera. Pero ya hay una certeza: Argentina no igualará su actuación de Lima 2019: ni los 33 oros, ni las 101 medallas, ni el quinto puesto en el medallero.
Hay razones deportivas: medallas que se escurrieron entre los dedos (faltó un poquito de suerte, más de una vez, la que sí hubo en Lima), ausencias importantes, marcianos del deporte que ya no compiten. También hay razones estructurales: si la foto de los Juegos Panamericanos de 2019 era engañosa, ésta parece reflejar mejor el retroceso del último lustro, marcado por cambios de rumbo violentos en materia deportiva, desfinanciamiento del área y una inflación que provocó estragos para deportistas y federaciones que miran hacia afuera, que compran implementos importados y compiten en el exterior.
Falta para la foto final, pero descontando a los cuatro grandes del continente (Estados Unidos, Brasil, Canadá, México), Argentina vuelve a tener por encima a Colombia y Cuba, bastante despegados en oros, pero también a Perú, al menos por ahora. Chile, el local y también por encima, no es inalcanzable, con seis oros, pero ante el actual panorama pareciera que la aspiración máxima es conservar el séptimo lugar que Argentina tuvo durante los Panamericanos de todo este siglo XXI. Y podría caer más abajo.
Pero no siempre fue así: hubo un tiempo que fue hermoso.


En los primeros Juegos Panamericanos, Argentina lideró el medallero. Con distancia: 68 oros (154 medallas) frente a los 46 oros (98 medallas) estadounidenses. Contó con una ventaja, claro: era local.
Los primeros Juegos Panamericanos se celebraron en 1951 en Buenos Aires: en febrero, viajaron a nuestro país 21 países, y también el fuego sagrado, que llegó desde Olimpia en un vuelo especial de Aerolíneas Argentinas que aterrizó en Ezeiza pocas horas antes de la inauguración oficial (desde 1991 el fuego panamericano es encendido en el Centro Ceremonial de Teotihuacán, México).

Eran, como dice en jingle, otros tiempos, era otra la historia. Otra cultura deportiva: Argentina había desarrollado en los primeros años del siglo XX una patria deportista frondosa, con una vertiente de elite concentrada en los clubes porteños de alta alcurnia, y al costado un apasionado movimiento de deporte popular desde los clubes de barrio. Las páginas de El Gráfico, la principal revista deportiva, mostraban esa diversidad de la cultura deportiva, con tapas para el remo, la natación, el atletismo, el boxeo, el automovilismo, las pesas, el básquet y, lógicamente, el fútbol.
Los años peronistas entronizaron esa diversidad, dándole apoyo al deporte, que se convirtió en una bandera del país, e impulsando a las clases populares a ocupar nuevos espacios, lo que implicó el acceso a nuevos deportes de miles que, como alguna vez explicó Osvaldo Arsenio, pensaban que hacer deporte era “patear la pelota el domingo”.
Fue el primer intento sistemático de vincular al deporte con la nación a través de políticas claras y articuladas, que incluían al deporte en un plan de inclusión y salud. La actividad deportiva se multiplicó en el país, tanto en las bases, en el deporte social, como en el alto rendimiento, y los Juegos Panamericanos fueron una especie de momento cúlmine de aquella oleada atlética. Duró poco: en 1955, la llamada Revolución Libertadora cortó todo programa asociado al peronismo. El deporte fue considerado un reflejo más de un movimiento personalista, clientelista, que utilizaba el deporte como propaganda e insuflaba un nacionalismo exacerbado. Buena parte de los atletas fueron sancionados por supuesto profesionalismo, al aceptar apoyos y regalos del Estado en los años de Perón. Y así se cercenó a una generación deportiva: Argentina, segunda en los Panamericanos de 1955, fue ya cuarta en 1959, y sexta para 1971 en el medallero. Argentina pasaría 52 años, entre 1952 y 2004, sin un oro olímpico.


De esos vaivenes está hecha la historia pendular del deporte argentino, que acaba de cumplir 40 años en democracia, y todavía no consigue terminar de organizarse, y amaga siempre con desorganizarse.
Tras los años oscuros de la dictadura, de hecho, pasaron 10 años hasta que se reglamentó la Ley del Deporte, sancionada en 1974. En 1983, con el regreso de la democracia, había esperanza en un reverdecer en todos los sectores, incluido el deporte. Y de hecho, se comenzó a discutir, en aquella primera primavera democrática, el modelo deportivo que debía adoptar la nación. Pero pasó lo de siempre, las urgencias del país: huelgas, levantamientos, inflación, una democracia todavía frágil, postergaron, justificadamente, hablar de deporte.
La Ley se reglamentaría, finalmente, durante el primer menemato, de políticas deportivas más peronistas, ligadas a las bases y a la promoción del alto rendimiento: con un porcentaje del Prode, la lotería futbolera, se financiaba el Fondo del Deporte, un modelo similar al que luego replicaría el Enard para darle vida a la cúspide de la patria deportiva nacional.
Una vez más, duró poco: aquel modelo deportivo dio un giro hacia 1993 y las ideas en torno a los atletas viraron hacia un modelo más privatista y espectacular. A grandes rasgos, el Estado se volverá sponsor de los grandes espectáculos internacionales, pensando al deporte como una manera de hacer negocios y promover el turismo y la marca país (muchas de esas ideas flotan todavía en el aire: actualmente tenemos un ministerio de Turismo y Deporte), y si bien seguirá becando a los atletas más importantes del país, embajadores y buenas oportunidades para la foto, y toda una generación viajará por el mundo beneficiados por el 1 a 1, el Estado abandonará las bases por considerarlas un “gasto”. El foco puesto en los grandes eventos y éxitos, esperando que estos “derramen”, como en la teoría económica, sus “ganancias” hacia las bases. Para la foto de los éxitos surgidos en las las bases, después de todo, hay que esperar demasiado.
En ese contexto es que la Argentina (la de la foto del presidente con los Rolling Stones, hablando de fotos) fue sede, por segunda vez, de los Juegos Panamericanos: Mar del Plata 1995 refleja ese giro político, un evento gigantesco que permitió mostrar una Argentina globalista, abierta a los negocios y, además, exitosa.
Aprovechando la localía, Argentina cosechó 40 oros, 28 menos que en 1951, pero 159 medallas, cinco más que en aquella primera edición. Los Juegos generaron un entusiasmo sin precedentes en la Argentina democrática para un evento multideportivo, al punto de que los diarios del país volvieron a abrir sus tapas a deportes que llevaban cuatro décadas sin figurar en los grandes medios.
El Estado desembolsó 50 millones de dólares para convertir a Argentina en potencia, como sede y como delegación deportiva (dinero que, fiel al estilo de aquella época, terminó envuelto en escándalos de administración fraudulenta), y la erogación permitió superar a potencias continentales como Brasil y México, pero no pudo hacer milagros: Estados Unidos, Canadá y Cuba, ejemplos de países con políticas deportivas claras desarrolladas durante décadas y mirando siempre al futuro, superaron a aquel país de perpetua apuesta por el corto plazo.
Pero “el jolgorio de los Juegos se dio de cara con la realidad al año siguiente”, contaron Scher, Blanco y Búsico en “Deporte Nacional”: en Atlanta 96, Argentina llevó su delegación más numerosa desde 1948 (178 atletas) y mejoró lo hecho en Barcelona, pero cosechó solo tres medallas, y ningún oro. El postergado oro, que no se conseguía desde 1952, parecía un hecho cuando a la selección de fútbol le tocó Nigeria en la final, pero la defensa tiró el offside en el último tiro y el oro fue para los africanos.


Otra vez: Argentina fue cuarta en Mar del Plata y quinta cuatro años después, pero ya séptima en 2003. Conservaría el séptimo lugar hasta Lima 2019, una actuación hecha de milagros: por un lado, fue la celebración de ese milagro argentino llamado Enard, el Ente Nacional de Alto Rendimiento, primera política deportiva organizada en décadas; por otro, otra vez esa organización corría riesgo de caer en el caos, entre inflación y cambios en la forma de financiamiento que lo ató a las crisis presupuestarias constantes del país. Ya lo hemos comentado en ediciones anteriores de esta carta electrónica noticiosa.
El Enard, además, surgió en otros tiempos ya para la patria deportiva. Tiempos de una cultura deportiva atomizada en el país, donde El Gráfico sale online y se dedica al fútbol y el principal diario deportivo del país no disimula su boverización extrema. Los deportes por equipo siguen siendo convocantes, tanto en la práctica como ante la tele, pero cada vez menos, una de las tantas razones por las que sufren las ligas, en decadencia como los clubes de barrio. Por eso hay que ser cuidadoso cuando se insiste en la supremacía argentina de los deportes por equipos: ¿hasta cuándo se va a sostener esa supremacía cuando los clubes agonizan, cuando las ligas se descascaran, cuando la práctica deportiva de base se achica cada vez más?
Es una problemática argentina, esta falta de diversidad en los consumos deportivos, lo cual salta a la vista al ver el medallero de otros países que juntan medallas en los deportes más variados, incluso con menos recursos. Pero también es un problema global: la masividad existe solo para el fútbol, los “otros” deportes son cada vez más “de nicho”, y el deporte ya mutó su consumo hacia un deporte de highlights y tiktoks. Ya nadie mira un partido completo, un torneo completo: se consumen, en burbujas de ocio, snacks deportivos que compiten por minutos con todos los otros entretenimientos al alcance de un celular, desde videojuegos hasta Netflix. El Comité Olímpico lo sabe, y apuesta crecientemente a deportes con competencias de poca duración y alto vértigo.
En esos segundos no hay tiempo más que para un puñado de llamativas piruetas o bloopers, y para figuras: ya no se miran deportes sino estrellas. Argentina, con su monocultura deportiva, tiene algunas de las principales estrellas deportivas… en fútbol. Y nada más. No extraña entonces que casi 40 alumnos me respondieran esta mañana que no están siguiendo, al menos no demasiado, el principal evento multideportivo del continente. Estudian periodismo deportivo.
Está claro, de todos modos: la actuación, muy debajo de las expectativas, de Argentina en el medallero, no colabora a revertir esta tendencia.


Quizás Lima 2019 sea una foto inexacta de aquel presente deportivo argentino, una actuación inflada por esas cosas del deporte que hoy coloca la vara muy alta. La de Santiago, al contrario, es hasta aquí un castigo demasiado profundo a la crisis del último lustro en el financiamiento deportivo, y podría tener a Argentina con su peor posición histórica en el medallero panamericano.
Es cierto, hay crisis, inflación, desfinanciamiento sistemático del deporte de alto rendimiento: cuando no había Enard, antes del 2009, todavía había clubes de barrio; hoy, con el Enard rengo y los clubes quebrados (y sin un apoyo sistemático desde el Estado), flaquean los pilares para un deporte competitivo. Y sin bases deportivas, con un sistema precario de apoyo solo a la elite, ¿de dónde se supone salen los atletas argentinos del mañana?
Además de nuestros problemas, también, claro, crecieron alrededor: todos los países de la región tienen programas de apoyo al deporte, todos buscan crecer, competir. Aún así, parece un resultado demasiado brutal para un país que estuvo 7 años sumido en una sangrienta dictadura y tuvo un deporte sin columna vertebral durante seis décadas.
¿Es el medallero de Juegos Panamericanos, ligado al azar deportivo y a la realidad de cada deporte, un modo válido de analizar una política deportiva? En todo caso, es un dato, quizás un dato más revelador que el medallero olímpico, una competencia que todavía nos queda lejos y donde cada presea es una excepción. Una foto, pero de un momento puntual, que oculta que Argentina, por diversas circunstancias, no es la potencia deportiva, no tiene el movimiento deportivo en sus bases que supo tener. Eran otros tiempos, era otra la historia: hubo un tiempo que fue hermoso.