#Paris2024 / Francia y la cancioncita: deporte, nacionalismo y el Premio Nobel

#Paris2024 / Francia y la cancioncita: deporte, nacionalismo y el Premio Nobel

Uno piensa (yo pensé) que ya estaba: que tras cierta edad, tras haber visto tantas cosas, uno había dejado atrás el fanatismo nacionalista. Y entonces perdimos en fútbol con Francia, nos gritaron en la cara y le bailaron a los hinchas argentinos. Está bien, las reglas del juego: provocaste y tuvieron revancha. Pero cómo molesta. 

No está mal querer que le vaya bien a los del barrio, pero acá había algo más, estaba claro: era el partido del morbo, alimentado por la silbatina que acompaña a los deportistas argentinos en cada aparición en París 2024, por alguna teoría conspirativa aparecida tras lo sucedido contra Marruecos (un partido que, en definitiva, depositó a la selección de Mascherano en ese cuartos de final de alto voltaje), por los incesantes debates tuiteros, algunos descerebrados, algunos más interesantes, sobre el racismo. En Francia, y en Argentina. ¿Quién es más racista? ¿Quién se lleva esa medalla de oro?

Así, otra vez, el deporte fue más que deporte: una guerra por otros medios, como en la Guerra Fría, o, como escribió George Orwell, “la guerra sin disparos”. Pero el deporte, y más en el escenario olímpico, dice de sí que es un espacio de encuentro, de abrazo entre naciones. Los Juegos Olímpicos tomaron de la Antigua Grecia una idea: la tregua olímpica, la ekecheiria o paz olímpica. ¿Se detenían realmente a la hora de los Juegos los conflictos entre las polis griegas? ¿Era simplemente un indulto para que los guerreros deportistas de cada región pudieran trasladarse sin conflictos en el camino? Los Juegos modernos transformaron esa idea en un elevado concepto: desde Barcelona 92 quedó instaurada nuevamente la paz olímpica, y la mismísima ONU llama a observar esa tregua y evitar libradas batallas durante los Juegos.

Por eso, cuando en 2022, entre los Olímpicos y los Paralímpicos de Invierno, Rusia avanzó sobre Ucrania, el Comité Olímpico Internacional no tuvo alternativa: había resistido una década de lobby occidental para expulsar a los soviéticos tras comprobarse varias veces que desde el Estado organizaban el dopaje de sus atletas, pero ante la ruptura de la tregua y el alarido del bloque occidental, expulsó a Putin y a casi todos los atletas rusos y bielorrusos de su evento. 

A Rusia siempre le importó el deporte de la misma manera que a sus antepasados soviéticos: fue entonces y sigue siendo, efectivamente, una manera de librar una guerra por otros medios. La batalla simbólica sobre la hegemonía mundial. Despechado, decidió revivir los Juegos Mundiales de la Amistad: un evento multideportivo que nació cuando, en 1984, la Unión Soviética decidió boicotear los Juegos de Los Ángeles, en respuesta al boicot occidental a Moscú 1980. Los Juegos de la Amistad, otra ruptura más a la Carta Olímpica de parte rusa, tendrán su nueva edición en 2025: iban a desarrollarse en septiembre, tras París, pero cambiaron la fecha para evitar bajas por el desgaste del año olímpico.

El mundo deportivo, con el COI a la cabeza y con muchos medios detrás, piden no convertir al deporte en un campo de batalla, como ocurrió en zona de vestuarios en el Francia-Argentina que no ganamos. Pero pensar el deporte por fuera del nacionalismo, por fuera de la puja política, el deporte como escenario neutral, es imaginarlo en un vacío, puro y sin contacto con la realidad, cuando en realidad es una industria global que mueve dólares e influencia. Así ha sido siempre, no es problema de este mundo caldeado: las manifestaciones de nacionalismo deportivo estuvieron presentes desde los primeros Juegos modernos.

“Los Juegos de Atenas, inaugurados el día del aniversario del comienzo de la guerra de independencia griega, fueron aprovechados por la monarquía helena para reivindicar la Isla de Creta, entonces en poder de Turquía, lo que actuaría como detonante de la guerra greco-turca que estalló un año más tarde. El abogado británico George Robertson, que participó de las pruebas de lanzamiento de disco de dichas olimpíadas, escribía en 1901: ‘Políticamente, no cabe duda de que los Juegos contribuyeron a producir la guerra posterior con Turquía”, relatan Corriente y Montero en su libro negro sobre el olimpismo, “Citius, Altius, Fortius”.

“Hombres pensativos tienen serias dudas: ¿sirven los Juegos Olímpicos a algún buen propósito, siendo que teóricamente deben promover la amistad internacional?”, se preguntaba el Sunday Times inglés en 1908, año de unos Juegos que “lejos de transcurrir en ese idílico ambiente de concordia universal que supuestamente debiera prevalecer en una cita olímpica, estuvieron dominados por los ominosos nubarrones de la conflagración mundial que ya empezaba a perfilarse”.

El propio Barón Pierre de Coubertin lanzó los Juegos como un espacio para promover la hermandad entre naciones, pero con la secreta esperanza de que sirviera para fortalecer a los soldados galos, derrotados en su última actuación bélica. También lo intuyeron las clases dirigentes: estos novedosos y cada vez más concurridos espectáculos deportivos aparecían como un medio idóneo para fomentar sentimientos de identidad colectiva, cohesión social e integración social. Con el cambio de siglo, la celebración de competiciones deportivas entre distintas naciones quedó indisolublemente ligada al empleo de símbolos y ritos de identificación patriótica, como la ceremonia de izar la bandera y el canto del himno nacional.

Es que a medida que el escenario olímpico se volvió más importante, el centro del deporte global, también creció su importancia simbólica en un mundo que, en aquel inicio del siglo XX, se preparaba para dos guerras que partieron al mundo a la mitad: en los Juegos de 1912 los conflictos internos de los Estados constituidos y los que estaban por nacer, así como los enfrentamientos entre coaliciones imperialistas, no hicieron sino trasladarse al estadio olímpico. Faltaban apenas dos años para el inicio de la Primera Guerra Mundial, que frustraría los Juegos de 1916 y reconfiguraría profundamente el mapa mundial y el balance de poderes, cuando Charles Maurras, un político adversario de Coubertin y de pensamiento nacionalista, celebraba que el sueño “cosmopolita”, pacifista, mundialista de su rival (por eso siempre suena “Imagine”, el himno bienpensante, en las ceremonias inaugurales) había indudablemente fracasado.

“Tras observar el comportamiento tanto del público como de los deportistas, Maurras concluyó entusiasmado que tales festivales internacionales iban a servir a propósitos diametralmente opuestos a la detestada fraternización entre los pueblos”, escriben Corriente y Montero. ‘Ya lo vemos, las patrias todavía no han sido destruidas. Las guerras tampoco han muerto. Ahora los pueblos van a entrar en contacto por medio del deporte, van a insultarse e increparse cara a cara. La eterna ilusión que los ha reunido no hará sino facilitar los incidentes internacionales”.

Y esto siguió: cuando los Juegos volvieron tras la Gran Guerra, en 1920, el estadio se convirtió en uno de los espacios predilectos del revanchismo. El COI, siempre declamando su posición neutral, usó su influencia, su poder, para aliarse con los ganadores (la guerra por otros medios) y cambió la sede, de la derrotada Budapest a Amberes. No invitaron a Alemania, claro, una sanción simbólica que se unía a las económicas, humillación que fue el punto de partida de lo que vendría en algunos años en aquel país que, derrotado y pisoteado, eligió al megalómano que prometió restaurar su grandeza. 

A la vuelta de la Segunda Guerra, tampoco estuvo Alemania. Ni Japón. Aquellos Juegos de Londres 1948 son considerados por muchos como los que expresaron de forma más contundente el ideal olímpico: los golpeados pueblos se reunieron en un abrazo tras años de hostilidades. Los pueblos vencedores, claro. Y luego vino la Guerra Fría, y los Juegos Olímpicos se transformaron en una carrera más, como la armamentística, como la espacial, por consagrar el modelo de mundo ganador.

Ganó el capitalismo, y tras la caída de la Unión Soviética se suponía que se terminaba la historia y que no habría más conflictos, pero aquí estamos, con sanciones a Rusia y Bielorrusia, argelinos tirando rosas en el Sena, palestinos manifestándose en plenos Juegos, israelíes chiflados, y argentinos y franceses dispuestos a comerse el hígado.

El COI tiene un sueño: el Premio Nobel de la Paz. Cada presidente del COI asume con ese sueño: sería coronar el mito olímpico, la idea de que el olimpismo puede hermanar a los pueblos. Pero el sueño sigue siendo un sueño. Porque siempre son tiempos de guerras y conflictos de alta escala en las que se ve obligado a interceder, por acción u omisión, a abandonar forzosamente su política de “neutralidad”. Porque las manifestaciones nacionalistas en el deporte no son una consecuencia indeseada del despliegue global del aparato deportivo, sino que está en su raíz, en la razón de su éxito: el deporte atrapa, también, como escenario de morbo y batallas simbólicas, y a medida que ese escenario se vuelve más importante, más importante se vuelve ganar.

Pero tampoco ganará el Nobel, al menos por ahora, porque, al final, es solo deporte: un escenario simbólico, seguro, pero donde no se dirimen allí, finalmente, los conflictos. Es una puesta en escena, una apasionante obra de teatro sin guión, donde los dioses juegan a los dados con los destinos de los atletas. Pero “tiene cero impacto en la paz mundial”, como señala el periodista de AP Stephen Wade.

Los problemas del mundo pasan, al final, por otro lado, y no importa tanto si los tenistas rusos llevan o no banderita rusa. Como con la famosa cancioncita sobre la selección de Francia: la ofensa es válida (la canción, de hecho, pretende ser ofensiva), pero el problema a solucionar, en todo caso, es otro. Nosotros fuimos, simplemente, chivos expiatorios: si gritandonos la victoria en la cara se sienten mejor, bueno, adelante.