#Paris2024 / 130 años de mito olímpico
París será una fiesta: el viernes (en realidad, mañana) comienzan los Juegos Olímpicos y todo, el marco, los atletas, el regreso del público, indican que estaremos, tal vez, ante uno de los eventos más espectaculares del siglo XXI. La ceremonia de apertura desfilará por un saneado (aparentemente) Río Sena, habrá beach voley mirando a la Torre Eiffel… pero más allá de las postales, hay en París 2024 una sensación de regreso a casa: allí se celebraron los segundos Juegos, también la fiesta de 1924, hace 100 años. Allí nacieron, además, los Juegos Olímpicos de la modernidad.
París es así un regreso al romanticismo olímpico: desde Barcelona 92 el evento estuvo rodeado de controversia, explotado para el el posicionamiento geopolítico, marcado por la excesiva comercialización, la peste y los boicots de los propios ciudadanos que recibían los eventos por el altísimo costo de realización. París quiere ser un regreso a las fuentes (de hecho, se apodan los “Juegos de la Renovación”): el Comité Olímpico Internacional sabe que necesita una victoria, repleta de las mencionadas postales de la iconografía parisina, para restablecer su imagen y conectar con una nueva generación de televidentes que les dan la espalda.
Pero aún con las crisis que ha atravesado el Movimiento Olímpico en este siglo XXI, con los escándaletes de dopaje y corrupción, los negociados y los sobreprecios, aún antes de París, siempre fue difícil no ponerse romántico al hablar de Juegos Olímpicos, la atrapante creación del barón francés Pierre de Coubertin que recubre de mística milenaria el deporte, que nacía justamente en París, en La Sorbona, hace 130: en 1894, en un congreso sobre el deporte, un joven Coubertin entusiasmó a varios de los presentes con la idea de revivir los Juegos Olímpicos. Trece firmaron el acta fundacional del Comité Olímpico Internacional, incluido un argentino, Benjamín de Zubiaur. Pero Zubiaur no estaba, como varios más: el Barón lo incluyó para dar a su movimiento mayor carácter internacional.
Es el primer mito de la larga mitología olímpica que construyó, conscientemente, Coubertin, que con alma de poeta tomó prestado el prestigio del pasado griego para revestir sus ideas de brillo. Creó un mito atrapante: el olimpismo siempre fue más que una competencia deportiva, incluso cuando los Juegos eran versiones improvisadas; una arena global que nos iguala, donde una confraternidad de deportistas deja de lado sus diferencias de ideología y clase, y compiten solo por el afán de competir; un evento que detiene las guerras del mundo, durante la llamada Tregua Olímpica amparada por la ONU y el Papa, un evento deportivo que se cree capaz de llevar paz y valores humanistas a cada rincón del planeta. Es la narrativa oficial, que reviste a los Juegos de su mística, de su halo santificado.
Coubertin tenía solo 21 años y el brío de los jóvenes cuando imaginó el renacer olímpico, pero a pesar de su corta edad tenía plena consciencia de la importancia de la construcción simbólica: en medio de ese siglo XIX donde tuvo nacimiento el deporte moderno como una herramienta civilizadora, que templara los cuerpos de los jóvenes de elite y más tarde de la clase trabajadora, había ya varios eventos multideportivos, al menos a nivel continental, y algunos incluso tomaban prestadas ideas de la Antigua Grecia. Se impuso la creación del francés, sin embargo, porque, pedagogo, conocía el valor de una buena historia.
Por eso, los primeros Juegos, en 1896, no fueron en Francia, la cuna del olimpismo moderno, sino en Grecia: no podían ser en otro lado. También el primer presidente del Comité Olímpico fue griego Demetrius Vikelas. Pero ya cuatro años más tarde el olimpismo viajó a París, que repetiría como sede en 1924. Y el presidente del movimiento era, ahora sí, Coubertin.
Al tender un puente con el pasado griego, el mito olímpico creó la idea de que los Juegos siempre habían estado ahí a pesar de que los últimos Juegos antiguos de los que hay registro tuvieron lugar en el 393: si los Juegos nunca se habían ido, sus valores, sus ideas, asomaban universales, trascendiendo tiempos, civilizaciones, ideologías. Ese afán de universalidad es clave: “El mito es habla despolitizada”, proclama el semiólogo Roland Barthes, egresado de La Sorbona, y, efectivamente, bajo ese mito aparentemente desligado de las ideas políticas de su tiempo, atemporal, Coubertin empujó sus ideas, modernas, del deporte y la sociedad.
Una revisión de las ideas que revestían aquellas primeras ediciones olímpicas muestran cómo bajo el mito se esconden ideas problemáticas. Coubertin no soñaba con unos Juegos Olímpicos que borraran las fronteras, como un John Lennon del deporte, sino que quería propagar el deporte en su propia patria, la Francia derrotada en la Guerra Franco-Prusiana. Quería hacer a Francia grande de nuevo, a través de la forja de cuerpos fuertes, como los que los germanos habían moldeado con su modelo gimnástico. Quería educar a las elites de manera física y moral, darles un mito que inspirara el regreso de la grandeza a su golpeado país.
El deporte que concebía Coubertin era un elemento para disciplinar los cuerpos (masculinos, desde ya: quería separar a las mujeres del deporte). Para civilizarlos: abiertamente, el Barón, que creía en la superioridad de la raza europea, pensaba la práctica deportiva como una herramienta de los imperios para disciplinar nativos. De manera menos explícita, el avance mundial de los Juegos Olímpicos sirvió para crear reglas comunes a prácticas deportivas dispersas en un mundo sin internet ni federaciones mundiales que controlaran el deporte, y terminó estableciendo la globalización de un tipo de práctica deportiva, el deporte moderno europeo y norteamericano. Una estandarización del deporte que barrió con todo tipo de prácticas locales, más o menos informales, con otras ideas sobre el cuerpo, en todo el mundo.
Desde ya, el deporte no solo se globalizó a través del olimpismo, desembarcó en América y en casi todo el mundo con los ingleses y su industria, siguió la flecha del capital; pero los Juegos Olímpicos fueron parte de ese entramado, desempeñaron un papel relevante en las formas tempranas de globalización.
No es extraño entonces que la Francia del siglo XXI celebre estos Juegos, en medio de sus propias discusiones sobre su legado colonial, y en medio de discusiones sobre el lugar de las mujeres y diversidades en las instituciones históricas, sin recordar la figura del problemático Coubertin (que además apoyó al nazismo), llamativamente ausente en toda la parafernalia olímpica, en los nombres de los estadios, en los homenajes previos, ausente en la narrativa oficial de los Juegos. El mito despolitizado de Coubertin habilita este olvido, y de alguna manera es su mejor obra: finalmente, cuando la creación se queda sin autor, se vuelve leyenda, parte del lenguaje popular. Algo que siempre estuvo, no una construcción producto de un tiempo, un lugar y unas ideas determinadas.
Ese halo santificado le permitió al movimiento olímpico sostenerse y crecer con el avance de los tiempos capitalistas: su carácter universal lo vuelve una marca perfecta, que a nadie ofende, despolitizada, por encima de todo conflicto o interés. Con esa noción se construyó el actual edificio olímpico: hasta 1960, los Juegos eran rigurosamente amateur, hasta el clasismo, y combatían todo tipo de comercialización en nombre de la pureza del deporte; pero las posibilidades de estos megaeventos globales para hacer negocios se volvieron evidentes con la aparición de la televisión, y poco a poco el Olimpismo habilitó el ingreso de un sponsoreo controlado (el programa TOP: una selección pequeña de marcas que pagan, durante cuatro años, para poder ponerle a sus productos los anillos mágicos), y comprendió que debía hacerse con el dinero de los derechos de televisación. La puesta en escena del evento, sin embargo, la paga la ciudad: el COI no pone, casi, dinero. Lleva el mito, y entre la ciudad organizadora y los sponsors ansiosos de obtener algo de esa gloria olímpica hacen el resto: organización, construcción, financiamiento.
El comercialismo rampante de la creación de Coubertin llegó a su punto más álgido cuando en el centenario de la primera edición los Juegos viajaron a Atlanta, a pesar de que Atenas los quería, lógicamente, para sí. Atlanta era la casa de Coca-Cola. Vendiéndose al mejor postor y bajo la bandera de un deporte y un mito sin política, los Juegos viajaron también a Sochi, Rusia, a Beijing, China, dos veces, y llegaron cinco veces, en 25 años, a tierra de los codiciados capitales asiáticos.
¿Se han vuelto los Juegos Olímpicos una expresión más de ese capitalismo bruto, descerebrado, puro afán de lucro, sin afán de belleza? Hace rato que los adalides de lo nuevo sostienen la muerte del olimpismo (también de los deportes de partidos “largos”, del cine, de los medios tradicionales de comunicación, en fin, de todo el siglo XX), pero los intentos de tipos como Gerard Piqué de establecer los nuevos eventos masivos en este siglo XXI han sido, al menos, deficientes: su Copa Davis, una aberración que barrió con años de tradición, ya no marca el calendario tenístico (y le va mal económicamente); su King’s League, su versión “menos aburrida” del fútbol es seguida por 600 mil espectadores, quizás el doble en las grandes ocasiones, pero ¿cuál es la audiencia olímpica? En Tokio, más de 3.000 millones de personas vieron los Juegos.
Las de Piqué son ideas quizás entretenidas, pensadas para tiempos de ansiedad y Tik Tok, breves, viralizables, que atraen por sus personalidades a un público joven, el que las marcas buscan. Pero desconocen lo que supo Coubertin desde el primer día: la importancia de la mística, de la narrativa. De la tradición: ¿a quién le importa la King’s League, un bebé con un puñado de años de vida, creado para generar unos mangos (esa es toda la narrativa), con equipos sin una historia de rivalidad atrás?
Las estructuras creadas en el siglo XIX y XX podrán ser vetustas, edificios en necesidad de refacción, quizás urgente, pero son instituciones, provistas de un aura que no se puede reemplazar solamente con el imán de lo nuevo: estas nuevas ideas quedan más como moditas, como entusiasmos pasajeros que, sin sustento, lejos de convertirse en los templos que erigió el deporte moderno, más grandes que sus protagonistas, que su tiempo, capaces de trascenderse a sí mismos: nadie se cortaría un dedo para estar en la King’s League. Allí reside su grandeza: al final, siempre, siempre, es difícil no ponerse romántico con los Juegos Olímpicos.