#Paris2024 / El milagro argentino

#Paris2024 / El milagro argentino

Empiezan, empezaron, los Juegos Olímpicos, y empiezan entonces los pronósticos (también las apuestas, en estos tiempos de ludopatía 2.0): ¿cuántas medallas traerá Argentina? El recuento de podios posibles tiene a los sospechosos de siempre: la vela puede dar algo, pero, sobre todo, se espera que los equipos, el hockey y el voley, medalla en Tokio, el rugby que ya quedó en el camino, el fútbol que empezó con escándalo y derrota, lleguen lejos. Todos los que se ponen la camiseta de esas selecciones tienen un mismo lugar de procedencia: los clubes de barrio.

Hace algunas semanas, Daniel Castellani habló del “milagro” del deporte argentino: explicó que, en sus viajes, le preguntan por la competitividad milagrosa de los equipos de un país que va por su tercera o cuarta crisis profunda en lo que va de joven siglo. Países con ciudadanos con menos preocupaciones, con mejores estructuras, mayor presupuesto y programas deportivos más consistentes caen ante ese plebeyo país. Ese milagro, esa sublevación a la lógica económica, tiene un epicentro: ya van viendo de qué trata este texto porque, sí, el secreto del fenómeno son los clubes.

****

Espacios fundados en los barrios por los vecinos, pintados con alguna donación de la pinturería de la zona, con tribunas hechas de algún descarte que un socio que trabaja en la municipalidad consiguió, edificadas por los socios. Cuando se inundó el club y el parquet de la cancha de básquet se arruinó, los vecinos encabezaron la colecta para cambiarlo. Cuando quisieron vender la sede ante la situación económica crítica del club, abandonado por su municipio, dejado a su suerte por un país que siempre tiene que resolver lo urgente antes que lo importante, los socios votaron en asamblea que no, que ahí los chicos hacen patín, voley, handball, que ahí los viejos se juntan a recordar cuando pusieron las tribunas, cuando le ganaron el campeonato al club que queda a cinco cuadras, enemigo acérrimo, o cuando se enamoraron por primera vez.

Son los “terceros lugares”, como los definió el sociólogo Ray Oldenburg: espacios que no son la casa ni el trabajo, donde las personas pueden encontrarse regularmente de forma fácil, económica y placentera. La plaza, el cafetín, la biblioteca. Espacios que fomentan el sentido comunitario y de pertenencia, alimentan redes de apoyo mutuo y favorecen la democracia ofreciendo un espacio en el cual refinar y poner a prueba nuestras opiniones interactuando con otras personas. Espacios de encuentro, que han perdido terreno ante la avanzada de las urbes globalizadas del siglo XXI, donde todo se paga, todo es espacio privado.

Los clubes agonizan pero resisten: son hoy instituciones en muchos casos centenarias que atravesaron todas las crisis del país gracias a su organización comunitaria. Estables, inamovibles, son la base de la pirámide deportiva, una base descentralizada: para practicar los deportes más populares del país, alcanza con caminar unas cuadras en cualquier ciudad para encontrar un equipo, entrenado por alguna vieja gloria de la localidad, valiosos recursos humanos que trabajan por pasión en espacios que constituyen la infraestructura deportiva del país. Cualquiera, en cualquier lado, multitudes a lo largo y lo ancho del país pueden hacer deporte en buenas condiciones, con competencias y buenos profesores (en Bahía, había un equipo de básquet cada cinco cuadras: de allí salieron tres integrantes del único equipo que le quitó una medalla olímpica dorada a una selección NBA). Particularmente, deportes en equipo, que los clubes favorecieron históricamente por ser menos costosos e incluir en una misma franja horaria, bajo un mismo docente, a una mayor cantidad de pibes. Allí el secreto del “milagro”: antes que la garra argentina o el ingenio criollo forjado en años de atar todo con alambre, los clubes.

****

Recientemente, el Presidente de nuestra querida patria tuiteó que todos los bicampeones de América del fútbol nuestro juegan en sociedades anónimas. Milei impulsa la habilitación de sociedades anónimas desde aquel primer DNU: necesidad y urgencia de privatizar la pelota, porque los capitales extranjeros soplan la puerta como lobos para expoliar nuestra materia prima deportiva, nuestra materia prima simbólica, nuestros campeones. 

Por supuesto, a Milei no le importó demasiado la verdad que le señalaban, frustrados, gritando virtualmente, sus detractores: todos los campeones del mundo surgieron de clubes de barrio, como relata el libro “Semilleros”, de Juan Stanisci y Fabián D’Aloisio. No importa: fue un tuit para su núcleo duro, que aplaudió y aprovechó para tildar de “zurdos empobrecedores” a quienes persistían en obturar el supuesto progreso que supone la privatización de los clubes. Justo en la semana en que Girondins dejó de ser un club profesional por una mala gestión de sus dueños privados. La pelea virtual incluyó más “factos” que tampoco le importaron demasiado a los mileistas: ya hubo experiencias SAD en Argentina; spoiler, terminaron mal
Esa cisura es la llaga de la sociedad argentina. Excede al deporte. Pero en la discusión deportiva tiene una implicancia clara: hay un sector de la sociedad que descree, y que quizás no ha vivido, la perorata romántica del club del barrio. La sociedad del siglo XXI no es la del siglo XX.

Sobran análisis y analistas sobre la transformación de las juventudes en ese cambio de siglo, diferentes maneras de narrar diferentes enfoques. A mí me gusta la idea lanzada por Alejandro Galliano: en el siglo XXI, lo neoliberal no son los gobiernos sino los sujetos, “el neoliberalismo está en la sociedad”. Los gimnasios y las canchas de padel, espacios que privatizan la práctica deportiva, han recobrado su vigor noventoso en los últimos años, no porque hayan sido impuestos desde afuera, sino porque fueron abrazados desde adentro por una ciudadanía que quiere alejarse de esos clubes, llenos de fantasmas y de viejos tomando café, y prefiere el status que confieren los gimnasios céntricos, con sus zapatillas que cuestan sueldos, con sus espejos para la su construcción vanidosa y anabolizada del cuerpo solitario, su metáfora burda de la meritocracia individual, del hombre que se hace a sí mismo. Prefiere sus paredes negras, su música electrónica al palo, ella misma anabolizada, sus rutinas y prácticas en inglés (crossfit, spinning, todas esas), prefieren todo eso al discursito de “Luna de Avellaneda”.

Galliano plantea cómo la pandemia exacerbó esa transformación en la mente del sujeto: “Con la cuarentena de 2020, el sujeto neoliberal revivió la precarización de las últimas tres décadas en un solo año, pero ahora legitimada con un discurso estatal de solidaridad: vivamos mal para no morir. Las reacciones vinieron todas juntas: cualquier forma de solidaridad fue entendida como fuente de pobreza;  al «estado presente» e ineficaz le respondió con el mercado como solución a todo”. En pandemia, contaban en un club platense que los socios querían dejar de pagar la cuota. El club es suyo, no es un lugar que les brinda un servicio a cambio de un pago, pero esa mentalidad ha desaparecido. 

****

El sujeto es ya neoliberal. Los gobiernos se debaten entonces entre medidas que liberen las fuerzas del mercado definitivamente y medidas paliativas para que sobrevivan, aunque sea simbólicamente, los últimos restos del naufragio del siglo XX. 

Los clubes son uno de los sobrevivientes de ese naufragio, pero apenas. Últimos bastiones de una resistencia tal vez inutil, tal vez imprescindible: una de varias instituciones que busca su destino ante una nueva ciudadanía que le ha dado la espalda, sus defensores buscan sostener lo que funciona mal, lo buscan desesperadamente, emparchando caños y planillas de excel, sin planes a largo plazo para recuperar ese torbellino de vigor que paralizaba los barrios cuando los pibes salían de la escuela para ir, corriendo, al club.

Hoy, buena parte de la juventud prefiere prácticas solitarias. Los “pandemials” se reúnen alrededor de la pantalla, en comunidades virtuales, sus “terceros lugares” deslocalizados, donde el filtro burbuja les muestra solo pares, sin discordancias: una experiencia que refuerza el ensimismamiento y la enemistad con el mundo. En los clubes estaba la diversidad; en las redes, una homogeneidad que refuerza la sensación de un “otro” enemigo, una amenaza. Se disuelven las nociones de comunidad, de ciudad, de nación. Se impone para muchos, y más tras el alienante efecto del encierro pandémico, su empobrecimiento y la aceleración de la “uberización” del trabajo, la máxima de Margaret Thatcher: “No hay tal cosa como la sociedad, solo individuos”. La Dama de Hierro fue quien impulsó la privatización del fútbol en Inglaterra: aprovechó la tragedia de Hillsborough para impulsar la Premier League, una liga de equipos corporaciones que convirtió al socio del club en espectador pasivo, en consumidor, y alejó a la clase trabajadora de las canchas.

“Las tribunas populares fueron cerradas y se le asignó un asiento individual a cada espectador. De un solo golpe toda una forma de vida colectiva había sido clausurada. La modernización de los estadios de fútbol en Inglaterra estaba sumamente atrasada; pero esta fue la versión neoliberal de la “modernización”, que equivalía a la hipermercantilización, la individualización y la corporativización. La multitud fue descompuesta en consumidores solitarios; y el cambio de identidad de la primera división inglesa, que pasó a llamarse Premier League, y la venta de los derechos televisivos a Sky fueron presagios de la incontrolable desolación existencial que se abatiría sobre Inglaterra en el siglo XXI”, escribió Mark Fisher

Fue el comienzo: el fútbol comprendió en los 90 el potencial para los negocios de un deporte deslocalizado, globalizado, parte de la industria del entretenimiento. Vender camisetas en China, giras por Miami, televisación a millones de espectadores en India: el hincha local fue perdiendo importancia en los objetivos del club, y las entradas se encarecieron a medida que los turistas llegaban a ver de qué se trataba el gran show, dejando afuera a la clase trabajadora. Como dijo Bielsa, el fútbol se fue pareciendo cada vez más a los empresarios, cada vez menos a los hinchas.

****

Hace algunos años, pero no tantos, un colega viajó a Panamá a visitar los diarios del país. Volvió con una anécdota: la liga de fútbol local no importaba, pero las tapas esperaban los resultados de los partidos de Barcelona y Real Madrid y, de hecho, había medios “madridistas” y “barcelonistas”. Me pareció un destino imposible para Argentina, con una cultura barrial tan fuerte. Pasaron los años, y tengo cada vez más alumnos de la carrera de Periodismo Deportivo hinchas de equipos de la Premier, sin demasiada noción de nuestros equipos de fútbol o de los clubes de su zona.
Los clubes, la comunidad barrial, han perdido centralidad en la vida. Persisten, pero como fantasmas: parte del pasado, pero presentes. Hauntología pura, según Fisher, espectros del pasado que sobrevuelan el presente. 

Así, ha sido fácil para la política soltarles la mano. Daniel Scioli, secretario de Turismo, Ambiente y Deportes, no ha tomado medida alguna para evitar el colapso de los clubes: algunas fotos, la promesa de algún beneficio impositivo, pero nada concretado en 8 meses de gestión. Quizás, como muchos gobiernos liberales, esté esperando su colapso para promover el salvataje de los privados: después de todo, ese es el plan oficial para todo. Esta será la nueva Argentina, un parador para los empresarios en la ruta del capital: el que se adecúa bien, el que no, y bueno, deberá encontrar la manera de no morirse de hambre o morirá de hambre.

Pero la crisis de los clubes es prolongada, excede el presente mileista: ni los clubes ni los gobiernos han sabido, en estos 24 años de siglo XXI, reformular su lugar, reinventar su narrativa. Así, agonizantes museos de presente cada vez más impotente, otra vez han vuelto los fantasmas de las SAD. 
Y entonces, la discusión se vuelve unidimensional: proteger los clubes porque son las fábricas de nuestros futbolistas, de nuestros deportistas de elite. Y entonces, seguimos dando las batallas que no importan: ¿importa proteger al granero del mundo futbolístico, o importa proteger esos “terceros lugares” que tantas veces han cosido el tejido social, que tantos pibes sacaron de la calle, que tantas amistades ayudaron a forjar? Es cierto que el deporte no puede solucionar los problemas de la sociedad, es cierto que ciertos discursos en torno a los valores que enseña el deporte están un poco sobregirados, sobreactuados, pero también es cierto que el deporte es una manera eficaz y poderosa de contagiar pasión, de incluir, de tejer comunidad. Borges dijo alguna vez: “No sé si la educación puede salvarnos, pero no sé nada mejor”. Bueno, pienso lo mismo de los clubes, del deporte.