#París2024 / La cabalgata deportiva

#París2024 / La cabalgata deportiva

Cuando Tadeg Pogacar cruzó el domingo la meta de la edición número 111 del Tour de Francia, levantó los brazos: se consagraba, por tercera vez, con apenas 25 años, ganador de la competencia más prestigiosa del ciclismo. Pero en la postal del campeón no estaban los Campos Elíseos, infaltable paisaje de cierre de cada Tour: en París ya estaban en modo olímpico. Pogacar se consagró en Niza, pero igual visitará París este año, buscando el oro olímpico que complete un impresionante trío de trofeos Giro-Tour-Juegos: el esloveno es apenas el octavo ciclista en toda la historia en ganar en Italia y en el Tour.

Pero la cabalgata de Pogacar, ese tríptico de torneos, no es nada comparada con la cabalgata deportiva que asaltó este verano el hemisferio norte: Francia combinó sus tradicionales Roland Garros y Tour con los Juegos Olímpicos; a algunos kilómetros, tuvo lugar la Eurocopa, y cerquita pasó también Wimbledon, mientras que cruzando el océano se celebró, en Estados Unidos, la Copa América.

Una fiesta y un triunfo: el de los poderes tradicionales del deporte, que recuperan su pisada grande en la mesa chica de la toma de decisiones de la industria global del deporte. El último verano en que coincidieron Copa América, Euro y Juegos, 2021, la primera tuvo lugar en Brasil, y la tercera en Tokio. En el eclipse deportivo anterior, en 2016, los Juegos fueron en Río. Alrededor hubo cita olímpica en Beijing, dos veces, Sochi, Pyeongchang, Mundiales de fútbol en Rusia y Qatar: los nuevos dineros ganaban tracción, seducían a los organizadores de los megaeventos con el poder del dinero.

Esa plata fácil y abundante que al Comité Olímpico, a la FIFA, a las federaciones internacionales de cada deporte, les costaba encontrar cada vez más, a medida que varias ciudades de Europa, por ejemplo, desistían de ser sedes olímpicas. ¿Para qué? Gasto público exacerbado, barrios gentrificados y suba del costo de vida, elefantes blancos, militarización, un aluvión de molestos turistas y ganancia, a lo sumo, a largo plazo. Y a menudo, en realidad, pérdida, deuda: las federaciones que rigen el deporte no gastan casi nada de dinero en la organización del evento, pero se llevan la plata de sponsors y televisación, los millones que importan; el dinero para la organización lo tiene que buscar la sede, y muchas veces es con la tuya. Así, el movimiento contra el olimpismo, contra los megaeventos, creció en el corazón de los Juegos. Creció en el corazón del deporte, en el Viejo Continente que lo vio nacer, la animosidad hacia el deporte.

Frente a esa reacción, el centro cedió: la capital del deporte está en Suiza, donde tienen conveniente domicilio casi todas las organizaciones deportivas del mundo, pero el viejo poder europeo comenzó a perder influencia mientras asomaban capitales de Medio Oriente, Asia, Rusia, capitales ávidos de blanqueo (de dinero, de imagen) y que a menudo tienen que dar menos explicaciones a sus ciudadanos sobre su destino. Entonces, ese viejo poder reaccionó: lo recordó Marcelo Bielsa durante la Copa América, en la memorable conferencia de prensa donde arremetió contra Estados Unidos.

A Estados Unidos, quedó claro en el torneo, no le gusta el fútbol como deporte. La Copa América se jugó en canchas angostas y cuadriculadas donde las pelotas picaban como poseídas. No les interesó organizar la Copa: solo querían tenerla. Bielsa recordó cómo el mismo país consiguió remover la cúpula entera del fútbol mundial cuando FIFA le dio la sede del Mundial a Rusia y Qatar, y no a ellos. Gianni Infantino asumió e inmediatamente le otorgó la Copa de 2026 a Estados Unidos; Alejandro Domínguez, jerarca de Conmebol, ya le dio dos Copas América a un país que no es miembro de Conmebol.

Estados Unidos no entiende el juego, pero ve un negocio, y no quiere dejárselo al resto: así, el país que será sede mundial por segunda vez en tres décadas y que hospedará los Juegos de 2028 (los terceros para el país en tres décadas, pero los primeros en 26 años), avanza mientras tanto sobre la Premier League, que se encuentra en pleno proceso contra los capitales árabes del City que invitó a la mesa para que traigan su capital desproporcionado. Ahora, la Premier cuestiona esas desproporcionadas inyecciones de capital. El dinero saudí se vuelca sobre dos clubes, City y Newcastle; tienen dueños estadounidenses, en cambio, nueve equipos: cuando sean 14, podrán votar sin oposición cambios de reglas, como señaló preocupado el hincha del City saudí Noel Gallagher.

(Un oportuno paréntesis. Como todo tiene que ver con todo, especialmente en estos textos divagantes, la misma puja de poderes se dará si, finalmente, el empuje privatizador triunfa sobre el fútbol argentino, aunque el ingreso de las SAD al granero del mundo futbolístico probablemente se parezca más al modelo uruguayo -equipos vaciados, convertidos en despósito de jugadores descartados y oficinas de triangulación de pases, acumulación de descensos- que a la Premier. Un modelo expoliador de nuestros recursos. Pero el efecto se sentirá todavía más profundo en el olimpismo argentino: los clubes son el hogar de los medallistas de bronce del voley, de los campeones mundiales y olímpicos de básquet, la cuna de las selecciones de hockey, de rugby. La casa del deporte que se hace por amor al deporte: un gasto, que será tachado en alguna planilla de excel al otro lado del mundo, y chau).

Como el fútbol, los Juegos Olímpicos abrazaron los capitales emergentes, hasta que ya no lo hicieron. Vladimir Putin era un amigazo del presidente del Comité Olímpico Internacional, Thomas Bach. Inauguró los Juegos de Sochi, en 2014, mientras planeaba anexar Crimea, una ofensa a la Tregua Olímpica. Se supo luego que para aquella competencia se había organizado un asombroso sistema de dopaje a nivel estatal, digno de una película de espionaje, que terminó con la sanción del Comité Olímpico Ruso: sus atletas no sospechados participaron, de todos modos, como neutrales en Río 2016. Putin también estuvo en la inauguración de Beijing 2022: en 2008, el gobierno chino al menos intentó poner buena cara, mostrarse abierto a hacer negocios y aplacar las prácticas por las que era resistido en Occidente; en 2022, ni siquiera: se sabía ya un capital codiciado por el COI, no tenía que acomodarse. Entre el evento olímpico y los Juegos Paralímpicos, Rusia invadió Ucrania: ahora sí, un quiebre directo y flagrante a la Tregua Olímpica. Entonces, sí, finalmente, tras mil y una mojadas de oreja, el Comité Olímpico Internacional expulsó a Rusia y a Putin: fue recién en 2023, ante la presión generalizada del bloque occidental por la guerra contra Ucrania. Un año más tardé, echó por corruptelas al Sheikh Ahmad, influyente miembro COI kuwaití, hacedor de reyes y profundo aliado de Bach. ¿Fin de una era?

Queda claro el poder del deporte como herramienta simbólica en las guerras del capital: el mundo occidental usó su influencia en las estructuras tradicionales del deporte y gritó “derechos humanos” (un grito selectivo, a menudo incapaz de ver la viga en el ojo propio: ellos también conducen guerras, violan derechos humanos y organizan megaeventos sospechados de corrupción), cuando en realidad, o al menos en parte, querían recuperar su lugar central en la industria, en la toma de decisiones. Porque todos pueden participar del fabuloso mundo del capital global (a pesar de sus muchas declamaciones, Europa y Estados Unidos siguen haciendo negocios con Rusia y China), pero es importante quién tiene las llaves del reino.
Así, los Juegos Olímpicos volvieron a casa, a su hogar occidental. Estos de París se proclaman los “Juegos de la Renovación”, y luego vendrán los Juegos de Invierno en Italia, los de 2028 en Los Ángeles y los de 2032 en Australia. Los de 2030 quedarán en Europa y los de 2034 irían a Salt Lake, Estados Unidos, que ya los hospedó en 2002: aquella vez, consiguieron ser sede a pura coima, en espectacular escándalo. El mecanismo, ahora, ha sido más sutil.