#Santiago2023 / "Porque está ahí"

#Santiago2023 / “Porque está ahí”

¿Por qué escalamos una montaña? Una vez se lo preguntaron a George Mallory, escalador que tomó parte de las primeras tres expediciones británicas al Everest, y lanzó una célebre respuesta: “Porque está ahí”. Es el mito fundacional de la escalada, una forma de vida, una filosofía, encapsulada en una frase.
Mallory desapareció en la montaña junto con su compañero de cordada, Andrew Irvine: una actividad como un deporte no puede entrañar semejante riesgo. El deporte es, más bien, la simulación del riesgo: las espadas de esgrima no cortan cabezas, las jabalinas o las balas no se lanzan contra cuerpos enemigos. Muchos juegos nacieron como un entrenamiento para la guerra; muchos deportes modernos, creados con sus reglas en el siglo XIX, nacieron con el objetivo de disciplinar cuerpos (en parte, también, para la guerra). Pero escalar es un monstruo diferente: no nació, siempre estuvo ahí el afán humano por desafiar a la naturaleza, quizás conquistarla. A gran costo, poniendo en riesgo la vida, y a cambio de ningún beneficio concreto.
Así, de hecho, título el famoso montañista Lionel Terray, el primero en conquistar el Fitz Roy, su famosa biografía: “Conquistadores de lo inútil”.
Nada parece lógico de escalar, a riesgo de muerte, una montaña, de dejar la vida de ciudad para adentrarse en las alturas más inhóspitas. En todo caso, en ese gesto de inutilidad se adivina el espíritu aventurero humano, ese “porque está ahí”, pero también un desprecio por esa idea utilitaria. ¿Porque se precisaría una razón para seguir la pulsión del deseo?


El deporte moderno lleva, en cambio, en su ADN la lógica racional de ese siglo XIX en que fue gestado: todo debe hacerse por algo, para máxima eficiencia, para mayor beneficio. Como un reconocimiento a esa divergencia entre la vertiente original y su versión para consumo televisivo, el deporte de escalar no se llama escalada sino “escalada deportiva”.
La escalada deportiva fue legitimado hace apenas dos años, cuando ingresó en los Juegos Olímpicos en Tokio. Deporte joven, nació en las palestras diseñadas para entrenar para los días de montaña, fortalecer los dedos, practicar técnicas. Pero se desarrolló para convertirse en un evento en sí mismo, y uno muy atractivo. Es vertiginoso, hecho de sesiones cortitas donde se suceden uno tras otro los escaladores, y sobre todo es fácil de comprender para el espectador paracaidista: sus reglas se comprenden a simple vista, al igual que el esfuerzo descomunal de esos atletas que cuelgan de un dedo, el cuerpo entero bailoteando coqueto sobre el abismo (con colchonetas). El público vibra ante el riesgo de una inminente caída, mientras al costado un DJ alienta y pone música, parte indispensable de esa idea horrenda del siglo XXI que confunde show con hacer un insoportable bochinche, y que coloca a la escalada deportiva muy lejos del estado de concentración absoluta, de silencio meditativo y tenso a la vez, que rige en la montaña.
La escalada deportiva se ha adaptado a los requerimientos del mundo moderno: ya no es una conquista inútil, es medible, relojes y puntajes marcan y sirven para comparar actuaciones de manera estadística, para medirse y superarse; y es televisable, un gran espectáculo, sin dudas uno de los más atrapantes de los Juegos Panamericanos de Santiago 2023, donde hace instantes la argentina Valentina Aguado culminó sexta, en sus primeros Juegos Panamericanos, porque son los primeros Juegos de la escalada.
Los puristas dirán: la escalada se vuelve cada vez más ajena a sus orígenes, casi una abstracción. Si el origen del hockey está en los juegos primigenios con palos y piedras, si el origen del lanzamiento de jabalina o el salto con garrocha en técnicas ya obsoletas para la guerra, quizás alguna vez contemos que ese deporte donde se trepa por una pared con agarres coloridos se remonta a aquellos días donde las personas se subían a montañas inconquistables porque “estaban allí”.


La escalada es el chico nuevo de la escuela: entre tanto deporte solemne y anquilosado, con sus ceremonias y valores tradicionales, llegó, junto a otras prácticas nacidas en las urbes, para desafiar lo establecido. Cada cual, hijo de un tiempo: los juegos modernos reflejaban ideas meritocráticas y eficientistas de su siglo XIX, mientras que la escalada y otras prácticas como el skate o el surf estallaron entre los 70s y los 80s, años de crisis y punk que traían consigo un desprecio no solo a las formas del deporte aburguesado sino además un regreso al riesgo olvidado en esos deportes, una celebración del cuerpo magullado. La competencia estaba en el centro del primero, pero ya no en el segundo, donde la camaradería aparecía como un valor central.
Pero, por supuesto, su “legitimación”, dada por su ingreso reciente a los Juegos Olímpicos que buscan vampirizar su sangre joven, implica una adaptación, quizás la adaptación final de estas actividades que nacieron como prácticas salvajes, sin regulación, sin sentido, pero que se fueron organizando como una forma, en definitiva, de ingresar al mercado, de poder vivir de la actividad. Porque, desde ya, los Juegos Olímpicos no tienen la culpa, al menos no toda: todos estos deportes iniciaron tiempo antes su proceso de comercialización, como una forma de sobrevivir en una actividad que no tenía torneos, sponsor, nada.
Todos estos “raros deportes nuevos” tuvieron que ceder algo para ser parte del autobús olímpico. La escalada deportiva, que ya es un deporte que adapta la actividad no competitiva de triunfar ante la naturaleza a un formato que permite medir, competir, entregar trofeos, tuvo, para ingresar en el olimpismo, que reformular su propio formato: el deporte entregaba en sus Mundiales una medalla por disciplina, dificultad, bloques y velocidad, lo que generó en 16 ediciones el desarrollo de especialistas en cada uno, pero en Tokio entregó una para el mejor en las tres competencias, desnaturalizando fuertemente la competencia. En Santiago, reparten dos medallas por rama: una para la velocidad, la más especializada de las disciplinas de la escalada, y otra para la “combinada”, donde conviven competencias de dificultad y bloques, más similares. ¿La razón? En el calendario de un megaevento de este estilo no entra todo, hay que achicar. A riesgo de desnaturalizar.
Una práctica ligada a lo sublime, domesticada, mastica el escalador purista: la escalada dejó de realizarse sobre montañas y riscos peligrosos, para pasar a un cuarto cerrado donde se suben unos pocos metros, sostenidos por arneses de seguridad, donde el riesgo, parte de ese espíritu de ir contra los límites de la naturaleza, de conquistarla, queda eliminado. Todo, en nombre de dotar a estas prácticas de visibilidad global, es decir, de patrocinadores. Pero, ¿quieren estos deportes ser legítimos, o es acaso su condición marginal, su estilo de vida alternativo, lo que los dotaba de vitalidad de furia? Ese es el corazón del debate interno.
Pero en el camino, la escalada y sus hermanos raros han tomado por asalto la industria con su aire fresco, sus marketineros valores jóvenes, su recordatorio al mundo hiperprofesionalizado del deporte tradicional de que se puede competir con una sonrisa, sin raspar talones. Tensión: una fuerza centrífuga, que intenta atraer al deporte al centro, a la fuerza; y otra centrípeta, que intenta desafiar ese centro, hacerlo estallar hacia los márgenes.


El sociólogo Norbert Elias plantea en su libro “Deporte y ocio en el proceso civilizatorio” que la violencia y el riesgo en las prácticas corporales se mesura desde la Edad Media al presente: para el catedrático alemán, el deporte refleja a una sociedad que atraviesa un “proceso de civilización”, no planificado, que va controlando las formas de violencia de manera creciente.
Su tesis ha sido debatida, relativizada, cuestionada. Pero estos nuevos deportes parecieran seguir ese camino hacia la domesticación. Así lo pensaba también Tim Krabbé, periodista y ciclista neerlandés que en su indispensable “The Rider” polemizaba con el mito fundador de la escalada: el escalador, para él, no subía a la montaña “porque estaba ahí”. Para él, ciclista, el sufrimiento no es un daño colateral del ciclismo, sino el fin, lo deseable. “Almohadas aterciopeladas, parques para hacer safari, lentes de sol: la gente se ha convertido en ratones lanudos. Todavía tienen cuerpos que pueden caminar por cinco días y cuatro noches a través de un desierto de nieve, sin comida, pero aceptan alabanzas por andar una hora en bicicleta. ‘Bien por vos’. En lugar de expresar su gratitud a la lluvia mojándose, la gente camina con paraguas. La Naturaleza es una vieja dama con pocos pretendientes estos días, y a aquellos que desean hacer uso de sus encantos ella los recompensa apasionadamente”, dispara. “Por eso hay ciclistas. Sufrir lo necesitás; la literatura es una chorrada”.

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