Las orquestas argentinas
“El jugador de voley no es un solista, es el miembro de una orquesta. Cuando un jugador empieza a pensar ‘soy especial’, ese jugador está acabado”
Bernardo de Rezende, entrenador de Brasil
Días antes de que Las Leonas rugieran ante Alemania, de que el voley diera el golpe ante Italia o de que Scola se fuera aplaudido por el mundo entero tras su quinto Juego Olímpico (un oro, un bronce y tres diplomas olímpicos), apareció en Twitter un análisis de los deportes de equipo en Tokio 2020: Argentina figuraba 7° en la lista de las delegaciones que más deportes en conjunto llevaron a Japón, y 5° en la lista de países que más deportes clasificaron en las ramas femenina y masculina.
La estadística fue desarrollada con un criterio que algunos podrían discutir, al incluir lo que desde el sentido común llamamos deportes de equipo pero no otros: ¿no se practican en equipo el dobles de tenis, el beach volley, varias categorías de la vela, los relevos de atletismo y natación, el tenis de mesa, etc.? Qué constituye un deporte de equipo no es tan sencillo de determinar y depende de las tradiciones de cada país… pero todos sabemos a qué nos referimos: en esos deportes, en básquet, en fútbol, en rugby, en hockey, en voley, en handball, Argentina es potencia, es top ten, mientras que el mismo ranking, en cualquier deporte individual, tendría a Argentina bien lejos del top 50. Ese deporte en conjunto, que no luce en el medallero (los deportes individuales, esos que no andan tan bien aquí, son los que más preseas otorgan) es el que le ha dado a Argentina sus dos medallas olímpicas al momento, dos diplomas olímpicos y una chance de medalla más. ¿Cómo es posible este divorcio, esta grieta entre el nivel del deporte individual y por equipos en Argentina? Los argumentos son numerosos, a veces contradictorios, a veces más convincentes que otras, pero en el corazón del asunto late una clave: los clubes de barrio.
Un fenómeno único del país: en casi ninguna parte del mundo existen clubes que funcionan como asociaciones civiles, clubes que son propiedad de sus socios, espacios que son mucho más que recintos de aprendizaje deportivo, que supieron ser los centros de la comunidad, el espacio donde la juventud jugaba y crecía. Y en ninguna parte hay, o hubo, tantos como aquí, uno cada cinco cuadras en las metropolis, aplicando parches y conteniendo pibes allí donde el Estado argentino, siempre en falta, no llegaba, incluyendo en el terreno del deporte, la formación física y la salud.
Ya su nacimiento es una resistencia: los clubes aparecieron en el país, como en todo el mundo, como recintos anglófilos para las elites criollas, personas de doble apellido o herencia inglesa, y a menudo en esos exclusivos recintos (muchos de ellos todavía en pie) se practicaban deportes individuales y costosos; pero los criollos querían jugar, y se crearon sus propios clubes. Muchos de ellos con nombres que hacían alusión a su origen proletario, como Nueva Chicago, Talleres, Unión: las denominaciones aparecían en contraste con la temprana proliferación de clubes de nombre inglés (Racing, River Plate, All Boys, Hurlingham…).
El historiador Julio Frydenberg ya estudió la importancia simbólica en el cambio de nominación en este artículo: lo más interesante de la mutación es cómo el pueblo argentino se apropió del deporte moderno de raíz inglesa. Los clubes ingleses se fueron retrayendo, con algo de pavor, de la escena, a medida que estos clubes populares ganaban terreno (Alumni, multicampeón amateur del fútbol, dejó de participar en los torneos cuando se profesionalizaron, es decir, cuando dejaron de ser solo cosa de elites) y ese cambio de paradigma implicó un cambio de cultura deportiva.
Deporte para la gente
Porque, ¿qué deportes se practicaban en los clubes populares? Deportes en los que puede participar mucha gente, deportes en los que la infraestructura necesaria por persona es mínima: un tinglado precario a disposición de una o dos decenas de almas con ánimo de competir, y no al servicio del regocijo de uno o dos competidores con ínfulas de gentlemen. La izquierda argentina de principios de siglo XX, de hecho, consideró al deporte (en particular, al fútbol) como mero opio para las masas, hasta que, cediendo a la voluntad popular, comenzaron ellos mismos a establecer clubes: comprendieron que había más en los deportes colectivos que entretenimiento masivo, que había también solidaridad, colaboración, potencia colectiva en esos deportes por equipo. Hasta una herramienta de liberación, como se animó a decir Antonio Gramsci: “El fútbol es el reino de libertad humana ejercida al aire libre”. Haciendo algo de sociología de sillón, se podría afirmar que el deporte en Argentina desmiente ese mito del ethos criollo individualista. Sin embargo, alguien con la seguridad declamativa que brindan algunas copas de más podría disentir: en realidad no lo desmiente, sino que parece revelar algo de la historia pendular de Argentina, ese movimiento perpetuo entre el individualismo liberal y los colectivos que resisten y son solidarios porque todo falta casi siempre. Incluso, se animará a decir, los clubes mismos son espejo de esa historia, una creación única en el mundo pero a la vez víctimas de vaciamientos por la fuerza o a través del poder blando, del desgaste económico o de los discursos anti-comunitarios que siguen dando vueltas contra toda evidencia por estas tierras.
Un tercero, sobrio, afirmará que en realidad la historia es mucho más compleja que dos posiciones antagónicas claramente delimitadas.
Bueno. Lo cierto es que así fue que comenzó a desarrollarse algo que podemos definir como “tradición” de deportes de equipo en Argentina. Tradición parece un término vago, que no designa nada, pero, al contrario, en realidad es el nombre que le damos a un cúmulo de virtudes: que haya historia de un deporte en un país significa que hay maestros, que hay rivales fuertes, que hay conocimiento del juego, que hay una base amplia y saludable de practicantes, que hay competencia de alto nivel desde temprano en la carrera deportiva, que hay interés público. Sólidos pilares para hacer frente, desde el fin del mundo, a los programas deportivos más especializados y con mayor presupuesto que nacieron alrededor del mundo al calor de las batallas simbólicas de la Guerra Fría y crecieron anabolizadas al calor de la hiperprofesionalización del deporte y las posibilidades el mercado global. No es que sea el mejor sistema deportivo de todos (los países que han incluido el deporte en la currícula escolar son los que tienen más participación deportiva entre sus jóvenes y, en general, más diversidad deportiva y mejores resultados en el alto rendimiento como consecuencia; en Argentina, triunfó el modelo de la educación física, no competitiva, sobre el deporte, a la hora de pensar la actividad física en la escuela): es el sistema que supimos conseguir, el que explica el inédito éxito del deporte en conjunto argentino en la arena global. Es decir: el que explica cómo un conjunto de flacuchos del hemisferio sur fueron los primeros en derrotar y en sacar del oro olímpico a un equipo conformado por los atletas-magnates de la NBA.
La historia es conocida: en Bahía, en Santa Fe, en Córdoba, había un club de barrio cada cinco, diez cuadras, una canchita de basket cada cinco manzanas, y allí creció la Generación Dorada. Mientras ellos tiraban, purretes, al aro, León Najnudel creaba la Liga Nacional, inédito torneo profesional y la más federal de las competencias: si los clubes del barrio fueron el semillero de los dorados de 2004, la Liga funcionó como un catalizador de su crecimiento, al poner a aquellos jóvenes a jugar contra los mejores talentos del país desde temprano.
Pero pensar en medallas suele resultar engañoso: aquella actuación, un milagro con argumentos, no hace palidecer, por ejemplo, a esta salida en cuartos de final del basquet. Argentina es uno de los mejores 8 equipos del mundo, y hace apenas dos años fue subcampeón mundial. Lo mismo corre para Los Leones, o el mismo fútbol que viajó a Japón con un rejunte improvisado debido a las pujas entre los clubes, FIFA y el Comité Olímpico Internacional, y la falta de voluntad de AFA: se fue en primera ronda, pero el fútbol argentino, que viene de consagrarse campeón continental, es octavo en el ranking de FIFA. Estar en un Juego Olímpico es ya ser de elite, ya es ser parte del escalafón más alto, sobre todo en algunos deportes donde las competencias para clasificar son verdaderas guerras. Y teniendo en cuenta la historia de las políticas deportivas, no tiene demasiado sentido.
El péndulo
En 125 años de Juegos Olímpicos, Argentina tuvo políticas públicas destinadas al deporte durante poco más de dos décadas. El primer gobierno peronista no solo apuntaló las carreras de los grandes deportistas con apoyos (informales pero profusos), sino que también se destacó por grandes obras de infraestructura deportiva en el país que dieron un nuevo impulso al deporte en conjunto en el país. La Revolución Libertadora cercenó casi todo lo pertinente al deporte peronista, pero los clubes encontraron la forma de sobrevivir e, incluso, de tener activo movimiento. Durante la convulsa década del 60 fueron sede del deporte y las milongas, y aunque sin apoyo estatal el deporte de alto rendimiento se había atomizado y no alcanzaba la actividad en los semilleros para competir en el mundo de los anabólicos de la Guerra Fría, la cultura deportiva continuó por aquellos años vital y comunitaria. Sobrevivió también a la más cruenta dictadura: entre 1976 y 1983, mientras los milicos golpeaban a la puerta intentando desarticular todo tipo de espacio colectivo, los clubes se volvieron en refugios, espacios seguros, democráticos y de respiro, incluso cuando fueron golpeados profundamente por la represión, la censura, las clausuras, la muerte y, desde ya, la crisis económica. “En este oscuro período, los casi 6.000 clubes con que cuenta nuestro país siguieron siendo ámbitos de participación democrática de nuestro pueblo, eligiendo voluntariamente a sus autoridades y en algunos de ellos, admitiendo representantes de la minoría en sus Cuerpos Directivos. Los clubes volvían a demostrar que han sido y son cuna, escuela y muchas veces ‘refugio’ de los dirigentes democráticos de nuestro país”, escribió Víctor Lupo en su “Historia política del deporte”. El deporte individual se desarticuló, efectivamente, con apenas algunos marcianos consiguiendo sobresalir a nivel internacional a pesar de toda posibilidad; pero el deporte por equipos sobrevivió a todo, y hasta fue símbolo cuando, en el Mundial de voley de 1982, quince mil personas cantaron en el Luna Park “el que no salta es militar”.
Neoliberalismo y después
El regreso de la democracia trajo un reverdecer de los clubes, pero tras otra crisis económica, en los 90 sobrevendría un nuevo golpe: desprotegidos por el Estado neoliberal que también quiso desarticular lo público, los clubes, dueños de gran parte de la infraestructura y el conocimiento deportivo del país, no pudieron competir con el ingreso de los privados en el negocio del deporte, apoyados por las legislaciones flexibles que fomentaban la inversión privada y el ingreso de multinacionales extranjeras. El ingreso de los megagimnasios, la fiebre del fitness y el negocio de las zapatillas deportivas que ingresaron durante la convertibilidad marcaron un cambio cultural: ese sueño colaborativo, comunitario, que se había tejido en los clubes de barrio, epicentro de la resistencia que en base a solidaridad soportó uno tras otro los golpes de la realidad argentina, pasaba a ser considerado obsoleto, una reliquia de esas que comentan los abuelos, un discurso con olor a naftalina, frente a la seductora narrativa del neoliberalismo, que impulsaba el triunfo individual, el perfeccionamiento personal y otras mentiras que pueblan los libros de autoayuda. Proliferaron emprendimientos autóctonos que se hacían eco de estas ideas, canchas de fútbol 5, tenis, pádel, todo para alquilar: espacios privados, no comunitarios como los clubes, a los que se iba a hacer un poco de ejercicio “útil”, que servía para mejorar la forma física antes que para tejer lazos. También aparecieron por multitud las escuelitas de fútbol, en la misma línea: el deporte no era más un lugar de esparcimiento y amistad, sino que debía cumplir una función, construir a un futuro atleta económicamente exitoso. La especialización, la profesionalización, tenía que llegar cuanto antes.
Desde entonces, los clubes agonizan. También las ligas locales: la Liga Nacional que sirvió de trampolín a la Generación Dorada es una sombra de lo que fue, con todo tipo de problemas para sobrevivir, imitando el proceso que sigue el más popular de los deportes en nuestro país, el fútbol, con una liga local de la que huyen temprano los buenos, los no tan buenos y los mediocres. Sin competencia local fuerte para apuntalar jóvenes talentos, con éxodos veloces que apresuran procesos y a menudo desbaratan promesas, y con los semilleros en llamas, el deporte en equipo argentino se enfrenta a las grandes franquicias del deporte global en un proceso de involución, de peligro: el éxodo de las figuritas (¿cuántos jugadores de selección en todos los deportes de equipo juegan en Argentina?) pauperizan las ligas locales, que servían de buen ingreso a los clubes de barrio, que, por lo tanto, tienen menos posibilidad de invertir en formación. Un círculo vicioso que todavía no se ha terminado de desenvolver (y que, para colmo, se comió de frente una pandemia que todavía mantiene a la mayoría cerrados o semiabiertos): la potencia de esas bases moribundas, la fuerza del legado de esos clubes de barrio sufrientes, y algunos procesos de desarrollo puntuales para las selecciones (hockey, rugby) explican cómo, a pesar de todo, Argentina sigue siendo competitivo en los deportes de conjunto en las grandes pujas deportivas.
Pero no lo seguirá siendo para siempre: el fútbol es su propia industria y quizás sobreviva a los embates globalistas que tienen a nuestros purretes hinchando por el Manchester City en vez de por el club de la esquina, y lo mismo para el rugby y algún otro deporte que parece correr al margen de las corrientes temporales. Pero, ¿qué pasará, por ejemplo, con el voley argentino, cuando los clubes dejen de existir? Eso mismo se preguntó Marcelo Méndez, entrenador de la selección: Argentina acababa de vencer a Italia y conseguir el pase, tras 21 años, a semifinales olímpicas, pero lejos de la euforia, Méndez lanzó en ese momento que “hay que apoyar principalmente a los clubes. Que no se mueran los clubes”.