Efecto NBA: ¿el imperio de EE UU en la piscina se resquebraja?
Caleb Dressel, un tipo tranquilo, echaba espuma por la boca. “Es inaceptable”, lanzaba, amable pero caliente, desde la zona mixta: Estados Unidos acababa de terminar quinto en un relevo, el novedoso 4×100 estilos mixto. La última vez que había quedado fuera del podio olímpico en los relevos había sido apenas tres días antes, en el 4×200 masculino, pero la vez anterior a esa había sido, atentos, 109 años, en 1912. Ah: hasta 2020, había sido la única vez en toda la historia.
El hito fue resultado de una serie de errores: los entrenadores de EE UU “sobreanalizaron” la estrategia, según confesaron ellos mismos, y terminaron colocando a la adolescente Lidia Jacoby, oro en los 100 pecho, a competir contra el pechista más rápido del mundo, Adam Peaty, y justo en el estilo donde la diferencia entre los tiempos de varones y mujeres es la más amplia. No podían no utilizar a Dressel, pero podría haber impactado más en mariposa; cuando Dressel recibió el testigo, estaba siete segundos abajo. Demasiado, incluso para él, el apodado “Capitán América”. En el medio, para colmo, a Jacoby se le habían salido antiparras (con los lentes en la boca, de todos modos, casi iguala el tiempo que le dio el oro).
Todo había salido mal, una debacle. Pero era también una foto del momento estadounidense en la pileta: esa mañana de sábado del quinto puesto, Estados Unidos estaba frustrado. Habían llegado a Tokio con un grupo de nadadores jóvenes y excitantes, y apuntalados por dos figuras multimedallistas como Dressel y Katie Ledecky. Pero para la jornada de sábado, la anteúltima, llevaban 8 oros, la mitad de los cosechados en Londres 2012 y Río 2016. Y eso que aquella jornada, al menos habían ganado dos preseas doradas, gracias, justamente, a Dressel y Ledecky.
En la última mañana de finales, Estados Unidos terminó de encarrilar la cosecha: sumaron 3 oros más, dos de ellos, relativamente sorpresivos. Bobby Finke había dado el batacazo ganando los 800, pero nadie lo anotaba también para conquistar los 1500, donde el favorito era el alemán Florian Wellbrock; en el 4×100 estilos masculino, en tanto, el favorito era Gran Bretaña, y una piscina tan llena de talento que EE UU no partía como favorita en la prueba que nunca había perdido en su historia. Sumado a un nuevo oro para Dressel (el quinto en su cosecha, ahora en el 50 libres), Estados Unidos trepó a 11 oros, 30 medallas, cifras similares a las que había realizado, por ejemplo, en el Cubo de Agua de Beijing 2008, aunque, entonces, con menos pruebas.
El imperio no está en llamas. Pero en Río, había conseguido oros en el 50% de las pruebas (16, en 32 pruebas), mientras que en Tokio, esa cifra era menor al 33% (11 sobre 35 pruebas). Y habían fallado en los relevos. Testimonio histórico de la profundidad de la pileta estadounidense, los trials son tan brutales que habitualmente todos los finalistas tienen la marca clasificatoria a los Juegos (que es una marca de final en la anterior edición olímpica), pero solo pueden competir dos. Batalla real, esos clasificatorios locales. Sin embargo, en Tokio, aparecieron otras piscinas profundas, y Estados Unidos no alcanzó el podio en dos pruebas de relevos, y, además, solo ganó dos. Sobre siete.
La era post-Phelps arrancaba complicada para Estados Unidos, y, de hecho, su nombre empezaba a flotar en el Aquatic Center tokiota, como si se tratara de un fantasma, de un espíritu que ahora embrujaba a sus compatriotas, una sombra negra y ominosa que no se podían sacudir. ¿Ya nada volvería a ser igual para la natación estadounidense sin su estrella más grande que la vida? El malhumor era palpable en el campamento norteamericano cuando aconteció la debacle de la prueba mixta.
Tanto, que los estadounidenses ya empezaban a señalar con el dedo. Y el villano siempre es el mismo: muertos los nazis, los ojos de algunos nadadores de las barras y las estrellas viraron a los rusos. “Para mí es muy desgastante mentalmente escuchar que nado en una competencia que posiblemente no esté limpia”, declaró Ryan Murphy, ganador de todas las pruebas de espalda en Río 2016 y que en Tokio “solo” consiguió plata y bronce: en los 100, detrás de Evgeny Rylov y Kliment Kolesnikov; en los 200, detrás de Rylov. Aunque dijera que “mi intención no es acusar a nadie aquí”, estaba claro de quién estaba hablando. Para colmo, cuando le preguntaron si las sanciones a los rusos eran suficientes, Murphy declaró: “Cuando me hacen una pregunta como esa, tengo como 15 respuestas distintas, y 13 de ellas me meterían en problemas. Pero creo que existe dopaje en la natación”. Lilly King, habitual estimuladora de Guerras Frías, lo secundó con pimienta: “Mucha gente no tendría que estar acá, yo no corrí contra nadie que debería haber sido prohibido por dopaje y en lugar de eso obtuvo un reto y un cambio de marca para su bandera. Así que no me afectó personalmente, pero a Ryan sí”, tiró.
Más allá de paranoias de otros tiempos (y eso no implica que tengan o no tengan razón), el fantasma del dopaje sobrevuela Tokio. Las superveloces semis y final femenina de 100 metros (seis por debajo de 11 segundos, arañando el sospechado récord mundial de FloJo) encendieron el debate en torno a un tema que hasta aquí venía siendo comentado en voz baja: la falta de testeos en pandemia es la explicación que algunos están encontrando a las excelentes marcas registradas en los Juegos Olímpicos a pesar del confinamiento global atravesado en 2020, que puso en pausa los entrenamientos de todos los atletas y redujo el número de competencias. Si a eso sumamos la presencia del Comité Olímpico Ruso en los Juegos, a pesar de que su país fue sancionado tras destaparse, por segunda vez, profundas manipulaciones estatales en su sistema de control de dopaje, Estados Unidos ya tenía su chivo expiatorio. El Comité Olímpico Ruso respondió a las acusaciones, dejando al descubierto su repudio a la “propaganda angloparlante” que propagan “deportistas ofendidos por sus derrotas”. Y el foco se desvió: Estados Unidos ya no miraba hacia dentro, hacia sus propias falencias, sino que buscaba explicaciones afuera.
Y aún así, no parecía apuntar en la dirección correcta: cuestionaba a Rusia, con solo dos oros (pobre Murphy) pero se olvidaba de Australia, que realizó en Tokio la mejor actuación de su historia, con 9 oros y 20 medallas en total. Uno de esos oros vino por al vía masculina; los restantes 8 llegaron gracias a las mujeres, en particular Emma McKeon, primera nadadora en ganar siete medallas en un Juego Olímpico (cuatro oros), Kaylee McKeown (cuatro medallas, tres oros) y Ariarne Titmus (cuatro medallas, dos oros). Fueron una verdadera pesadilla para Estados Unidos, dejando sin oros a Ledecky en 200 y 400 y venciendo a las americanas en dos de los tres relevos femeninos. Y pensar que Lilly King había dicho que las mujeres estadounidenses podían ganar todos los oros en Tokio: ganaron 3 de 17.
Ese hubris ya tiene nombre: efecto NBA. El apodo se lo dieron en Twitter a ese momento, habitualmente inhabitual, en que ese exceso de confianza tan norteamericano colisiona con una realidad que ignoraba a causa de sus ínfulas, luego de que Damian Lillard pusiera en palabras sus sentimientos tras la derrota inaugural del nuevo Dream Team ante Francia: “Juegan diferente para sus países”, lanzó la estrella de Portland, como si 2002, 2004 y 2006 no le hubieran dado ya a las figuras de la NBA esa lección sobre la potencia del basquetbol FIBA y la profundidad de talento que hay más allá de Estados Unidos.
Otra vez encerrados en esa burbuja tras los 16 oros de Río, Estados Unidos no vio cómo, particularmente en el nado femenino, las marcas del mundo se les acercaban y los superaban. Habían perdido el medallero en el Mundial 2019, pero era algo que ya había sucedido: se esperaba, simplemente, casi como un pensamiento mágico, que Estados Unidos encendiera el motor, como siempre, en la cita olímpica.
Mientras tanto, Australia organizaba campamentos para perfeccionar los relevos, estudiar estrategia, practicar los cambios, reforzar el sentimiento de equipo. EE UU, en cambio, eligió a sus relevistas y estrategias directamente en suelo japonés. los relevos también mostraron que a Estados Unidos ya no le alcanza con aparecer: las potencias de natación del resto del mundo se les han puesto a la par, se animan a discutirle la hegemonía; lo mejor de esos terribles trials estadounidenses no sobró para arrasar en Tokio. Al contrario, hubo que contar oros hasta el último día para encabezar, como es tradición, el medallero de la natación.
Hoy domingo, con las pruebas en la pileta del Aquatic Center ya terminadas, la previa de la natación en medios estadounidenses se lee casi como una tragedia griega, donde la derrota final suele estar escrita en ese exceso de confianza tan humano. Por supuesto, nada es tan terrible, ni tan sangriento: es solo deporte pero, además, gracias a Dressel, la sorpresa de Finke y un 4×100 estilos sorprendente y con evidente afán de revancha (¡cómo celebró Murphy!) que cosecharon tres oros en el último día, Estados Unidos terminó maquillando el sabor agridulce de su actuación con el mejor saborizante: 11 primeros puestos, nada menos. Y nada más.