Qué será de ti, boxeo argentino

Qué será de ti, boxeo argentino

Dayana Sánchez intenta ir al frente, marcar a su rival, pero la turca Yildiz baila mejor que ella sobre el ring y le toca la cara, una, dos, varias veces. El primer combate de la primera boxeadora argentina en competir en Juegos Olímpicos se decreta temprano: en el mítico Arena Kokugikan, sede tradicional de los combates más importante de sumo durante los últimos 100 años en Japón, Dayana, que hace dos semanas no sabía que tendría que competir en Tokio 2020, morderá el polvo. Y así, Argentina se irá de otro Juego Olímpico sin medallas en el deporte que, en un pasado en blanco y negro, le aportó el 33% de todas las preseas que ganó hasta la fecha: 24, incluyendo 7 oros.

Un resultado acorde a las posibilidades del boxeo argentino amateur: aunque había alguna esperanza depositada en Mirco Cuello, Brian Arregui y Francisco “Bebu” Verón, el equipo argentino (completado por Ramón Quiroga, el discípulo del último medallista en boxeo, Pablo Chacón, y la mencionada Sánchez) sin grandes expectativas. Para colmo, Arregui dejó rápido el torneo en una pelea polemiquísima, en la que tiró a la lona a su oponente Delante Johnson, y aún así perdió, demostrando que si bien el Comité Olímpico Internacional parecía intentar reformar AIBA, la federación de boxeo amateur, sospechada de escándalos financieros y peleas amañadas, finalmente la decisión de vetar a la asociación tras los líos de arbitraje en Río 2016 fue cambiar para que nada cambie.

Además de sufrir los jueces, el equipo argentino sufrió también la improvisación del último año olímpico marcado por la pandemia: llegaron a Tokio casi sin competir, y clasificando a través de un proceso algo caprichoso. La canceIación del Preolímpico que iba a realizarse en Buenos Aires del 10 al 16 de mayo obligó al COI a dirimir las plazas olímpicas que faltaban (33 masculinas y 16 femeninas) de acuerdo a los rankings, procedimiento que derivó en acciones legales y deserciones de último momento, lo que benefició a Sánchez y Arregui. El caso de Arregui es un claro ejemplo, de todos modos, de lo azaroso de ese proceso. En su lugar debía viajar a Tokio el venezolano Gabriel Maestre, pero éste renunció a último momento porque consiguió una pelea por el título interino welter AMB ante el canadiense Cody Crowley el próximo 8 de agosto en Minneapolis. Entonces, entró Arregui. Dayana Sánchez también sufrió las idas y vueltas previas a Tokio: llegó a los Juegos por invitación, pero al parecer la invitación se perdió en el correo porque Sánchez supo que pelearía en Tokio dos semanas antes, cuando, por supuesto, su cabeza estaba en otra cosa.

Pero el arribo a Japón a último momento y tras un año sin competir cuenta solo una parte de la historia: el boxeo amateur argentino atraviesa una profunda crisis, que se ve reflejada en la falta de medallas desde 1996 desde el ring que supo dar 24 preseas. Las 7 medallas doradas, las 7 de plata y las 10 de bronce narran la historia de un boxeo olímpico que ya no existe por varios motivos, entre ellos la carencia de verdaderos formadores y la casi inexistencia de plazas fuertes en el interior, semillero inagotable del pugilismo de paga, como también lo fueron los clubes de barrio, agonizantes y abandonados por la ciudadanía y el Estado. El boxeo amateur subsiste hoy gracias a las becas del Enard, pero la devaluación de las mismas han provocado que el paso al profesionalismo sea más urgente y tentador para buena parte de los prospectos, que incluso, a veces, saltan al ring profesional demasiado pronto, saltean etapas. Las condiciones de preparación, como señalaron varios atletas argentinos desde Tokio, han sido crueles durante este ciclo olímpico, profundamente afectadas por la devaluación del dólar y los vaivenes en la política deportiva del alto rendimiento: no solo las becas perdieron valor, sino que también se perdieron chances de viajar a competir, y mientras el boxeo amateur en el mundo entrena con tecnología de punta, Argentina vio también cómo en ese aspecto regresaba lentamente a la época del “atado con alambre”. Demasiado viento en contra.

La era dorada
Así, lejos, muy lejos, están de los tiempos de medallas doradas en los puños de Víctor Avendaño, Arturo Rodríguez Jurado, Carmelo Robledo, Alberto Lovell, Oscar Casanovas, Rafael Iglesias y el inolvidable Pascual Pérez, único argentino en lograr un título olímpico y ser campeón mundial como pugilista rentado.

Tiempos de gloria que comenzaron en París 1924, con las medallas de Alfredo Copello, Héctor Méndez, Pedro Quartucci y Alfredo Porzio, y que cuatro años más tarde consiguió su primer oro gracias a los puños de Avendaño. Fueron tiempos de epopeyas, como la que protagonizó Santiago Alberto Lovell: verdadero prodigio del peso completo y para muchos superior incluso a los legendarios Luis Ángel Firpo y Oscar “Ringo” Bonavena, Lovell escribió una singular epopeya en los Juegos Olímpicos de Los Ángeles 1932 al quedarse con la medalla dorada en la categoría en la que hasta donde de sabía los locales eran invencibles.

Lovell, de Dock Sud y con hermano también púgil y medalla de plata en 1936, era de los boxeadores argentinos de clase popular, que dividió su tiempo, incluso, entre el boxeo, el fútbol y una labor de canillita. Pero también estaban en aquella Argentina de grandes estancias y clubes ingleses los deportistas-gentlemen, como Arturo Rodríguez Jurado, el Mono, fue un boxeador y jugador de rugby argentino, ganador de la medalla de oro en los Juegos Olímpicos de Ámsterdam 1928 en la categoría peso pesado. Jurado fundó el SIC y fue capitán de la selección, mostrando las aptitudes del deportista-caballero que era el ideal del olimpismo, un hombre capaz de disputar varias actividades de forma recreativa, aristocrática, pero brillante. En el deporte había para esa clase honor y relaciones sociales, pero la vida no se iba en aquello que era una forma de tonificar el cuerpo y disciplinar la mente; el pugilato argentino, sin embargo, se poblaría con el correr de los años de las otras figuras, las que subían con hambre, hambre de gloria pero también hambre de pan, al ring.

En el medio estaría Juan Domingo Perón: él mismo fue un gentleman deportista, esgrimista que debió ir a los Juegos Olímpicos de 1924 pero “no pudo concurrir, siendo una de sus grandes frustraciones deportivas, al decir de algunos, por ser denegado el permiso solicitado como oficial al entonces ministro de Guerra, general Agustín P. Justo, quien justificó la negación, por el hecho de haber ‘muchos militares argentinos estudiando en Europa’. Al decir de otros, porque el teniente Perón, como militar, no aceptó que la capitanía de la delegación estuviera a cargo de Pedro Nazar Anchorena (un aristócrata amigo del presidente Marcelo T. de Alvear)”, según escribe Víctor Lupo en su “Historia política del deporte argentino”. Pero, durante su presidencia, abrazaría al deporte como símbolo del ascenso social soñado por el peronismo, y abrazaría su masividad, el calor de las masas. Los boxeadores, entre otros deportistas de juegos populares, se volvieron así en verdaderas estrellas. Literalmente: Mauro Cía, uno de los atletas apoyados en su campaña por el peronismo y ganador de un bronce olímpico, terminó en el cine; la mano derecha de Juan Duarte era Pedro Quartucci, el medallista de 1924 que era ahora un notable comediante de gran reconocimiento popular que trabajó en más de 50 películas. Por primera vez en la historia del país, deporte y espectáculo se abrazaban y se convertían también en vidriera de nuevos horizontes de posibilidad para la clase trabajadora.

En ese nuevo firmamento, brilló con potencia Pascual Pérez, oro en 1948, el peso mosca que seis años más tarde se convertiría en el primer campeón del mundo argentino, impulsada su carrera por el gobierno peronista. Pérez era el emblema del buen peronista, un hombre de familia de clase trabajadora que con sudor había conquistado al mundo, la contracara de otro ícono del pugilato peronista, José María Gatica, cuyas formas altivas molestaron profundamente a las poderosas elites argentinas, que convirtieron a aquel díscolo boxeador en símbolo de la ruina moral a la que supuestamente conducía al país el peronismo. Tan odiado por los antiperonistas era José María que tomaban partido por su clásico rival, el rosarino Alfredo Prada, pero Prada era tan peronista como Gatica, que le contó a Fernández Moores en su “Breve historia del deporte argentino” que a Perón tampoco le gustaban las actitudes desafiantes de Gatica. “Pascual Pérez es el caso más dramático de ascenso social y en ese sentido es el deportista que mejor representa al peronismo, pero en términos culturales Gatica es el peronismo en estado puro. ¿Qué hubiera pasado si le ganaba a Ike Williams? Pero Gatica tenía que perder con Williams, porque pierde con Williams por negro, disipado, borracho, mujeriego, con lo cual también es un buen peronista”, dispara en esa entrevista, picante, Prada.

La historia del boxeo argentino estuvo profundamente ligada al peronismo, por lo cual no es extraño que tras la violenta irrupción de la llamada Revolución Libertadora, que se encargó de desmantelar todo rastro del gobierno anterior, la cuenta de medallas se haya detenido. Hubo un bronce en 1956, otro en 1960 y uno más en 1968. Y, hasta 1996 con Chacón, nada más. El deporte amateur todo, incluido el boxeo, había quedado ligado al peronismo, y perdió en aquellos años turbulentos todo apoyo estatal, y competir a nivel olímpico con las potencias de entonces, cubanos, soviéticos y estadounidenses virtualmente profesionales, se volvió utópico. El boxeo sobrevivió en Argentina, tanto en su vertiente amateur como en su variante profesional, gracias a una gran tradición de maestros e importantes escuelas que fueron refugios, contención social para tantos olvidados. Pero aún así, con el tiempo, los viejos maestros fueron desapareciendo, los viejos gimnasios fueron cayendo, y el boxeo fue perdiendo lugar en el imaginario del público argentino. Poco queda ya de aquellas míticas veladas en el Luna, más que algunos recuerdos que se desvanecen a medida que quienes los protagonizaron se van yendo de gira.

De la licencia número uno a la olímpica número uno
En todo este relato, ni un nombre de mujer. No es casual: aunque la historia del pugilato femenino es tan vieja como la del boxeo de hombres, el punto de partida para el boxeo profesional lo dio Marcela “La Tigresa” Acuña, recién en 2001. La historia del boxeo femenino nacional reconoce como punto de partida la pelea que Marcela Acuña perdió por puntos ante Christy Martin en 1997, primer combate rentado en el que participó una pugilista argentina. Gestada por Mauro Viale, nada menos: Martin viajó a Argentina a promocionar el boxeo y Acuña, que por entonces dejaba el full contact, deporte del cual era campeona sudamericana, para practicar boxeo, se acercó a saludar a su ídola al club All Boys. El encuentro propició que dos días más tarde Viale la llamara para llevarla a su programa a realizar una exhibición contra Martin. La visitante terminó en aquel ring improvisado con la nariz sangrante: unos días después, Claudio González, el empresario que había traído a Martin a Buenos Aires, ofreció a Acuña una bolsa de 5.000 dólares para viajar a Estados Unidos a enfrentar a la pionera. Acuña perdió por puntos, pero fue felicitada por Don King y volvió al país con la idea de presionar para conseguir la reglamentación del boxeo profesional femenino en Argentina, indispensable para generar un circuito: sin reglamentación, la Federación Argentina de Boxeo no daba licencias. Y sin licencias no se podía pelear en el país. Por eso, mientras entrenaba y peleaba afuera, se peleaba con la FAB, que repetía que solo 12 de los 196 países afiliados a la Asociación Internacional de Boxeo Amateur habían reglamentado el boxeo femenino. La justificación: temían por las púgiles, excusa habitual para las deportistas femeninas.

Entre Acuña y otras pioneras presionaron, llevaron el caso al Inadi, a los medios, hasta que el 23 de marzo de 2001 la FAB anunció la reglamentación del boxeo femenino. Dos días después, Acuña recibió la licencia número uno, que es desde entonces el Día de la Mujer Boxeadora en Argentina.

El boxeo femenino profesional crecería en los siguientes años, pero el circuito amateur seguía atomizado, básicamente porque no había competencias: la modalidad femenina de la disciplina fue incluida por primera vez en el programa olímpico en Londres 2012, hace dos Juegos Olímpicos, a pesar de que, por ejemplo, las artes marciales llevaban atletas de ambos sexos desde hacía un par de décadas. El boxeo femenino ingresó a cuentagotas, con una pequeña, casi testimonial representación, aunque ha ido ganando tracción y lugar en el calendario olímpico en las últimas dos ediciones.

Argentina no consiguió clasificar boxeadoras a Londres. Tampoco a Río. Y Dayana Sánchez, primera púgil olímpica del país que había intentado clasificar en 2016, se metió por la ventana a Tokio 2020, tras un año que fue una verdadera odisea para ella: tras ganar la plata en los Juegos Panamericanos de 2019, recibió junto a su hermana una sanción por dopaje que casi la deja afuera de la clasificación olímpica, perdió ¡por sorteo! la chance de estar en Tokio. La BFT, el nuevo organismo encargado de las clasificaciones en boxeo luego de que el COI vetara a AIBA, sorteó una plaza vacante por la cancelación de un torneo preolímpico, entre Sánchez, la ecuatoriana María José Palacios y la venezolana Omailyn Alcalá, quienes estaban debajo de la cordobesa en el ranking (Sánchez es 25°, tercera americana) pero ganaron al menos una pelea en el Mundial de Rusia 2019, donde Sánchez se había ido en blanco. El sorteo lo ganó Palacios.

Ese mismo proceso de reasignación de plazas le había dado boleto a Tokio a su hermana Leonela Sánchez, que hace 8 meses había sido madre de un bebe y debía bajar nueve kilos en 40 días. Leonela finalmente se bajó por problemas médicos de los Juegos.

Tras todo este periplo, ocurrió algo parecido a un milagro: Dayana resultó invitada a los Juegos luego de que la canadiense Mandy Bujold ganara una demanda para concursar en Tokio, alegando que la decisión de otorgar esas plazas vacantes de los clasificatorios a partir de competencias de 2019 era discriminatoria, porque Bujold, en 2019, no había podido competir porque estaba embarazada. La BTF aceptó, y decidió entonces invitar a más atletas perjudicadas por el extraño sistema de clasificación.

Pero claro: la mayor de las hermanas Sánchez, que reúne un palmarés de 34 combates como aficionada (14-20), recibió la noticia menos de 20 días antes de tener que competir al otro lado del mundo. Así, con Dayana ocurre lo mismo que con buena parte del deporte argentino: antes que analizar livianamente cómo la turca le marcó la cara a la primera representante olímpica argentina habría que analizar ese contexto, esa historia marcada por una pandemia, la desorganización de la federación rectora y la falta de apoyo al deporte y a su vertiente femenina, dos temas que deberían ser agenda política tras Tokio, pero que seguramente serán olvidados cuando se termine la fiesta y los balances que nadie lee ya se hayan convertido en envoltorio de huevos.