Rugby olímpico: una breve historia

Rugby olímpico: una breve historia

El platense Ignacio “Kiki” Mendy quiebra la cintura. Y se escapa. Y sonríe, porque se escapa hacia el bronce: acaba de destrabar, con el desequilibrio que lo convirtió en un puntal del equipo de seven de Los Pumas, un partido durísimo, de piernas pesadas como toalla mojada por el trajín de tres días seguidos de competencia, de mil tackles, de algunos golpes duros, contra Gran Bretaña, nada menos, el subcampeón de Río 2016 y, bueno, ese rival al que todo argentino quiere vencer.

Y más estos Pumas, que tenían todavía fresco el recuerdo de la daga que les clavó Gran Bretaña, o el mismísimo destino, hace apenas cuatro años. Algunos de ellos, Revol, Schulz, Álvarez, Etchart, lo tenían fresco porque habían estado allí, en Deodoro, la sede del rugby en Río 2016: en aquella edición, Argentina alcanzó los cuartos, ante Gran Bretaña, y el partido era de Los Pumas, pero terminó siendo de los británicos. Ellos se llevarían a casa una de las primeras medallas de la historia del rugby olímpico; nosotros, solo desazón. Nada, para el país que había sido directamente responsable en devolver el rugby al olimpismo.

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Porque aunque aquella edición de Río es a menudo recordada como la primera vez del rugby en un Juego Olímpico, en realidad el rugby estuvo en los Juegos desde el inicio: la primera aparición, en formato de 15, fue en París 1900, segunda edición olímpica, gracias al enorme impulso del creador del movimiento olímpico, el ya mencionado en estos espacios Barón Pierre Fredy de Coubertin. La presencia del rugby en aquellos días tiene gran sentido: el rugby fue uno de los primeros deportes de valores modernos, pensado como vehículo higienista, para disciplinar los cuerpos masculinos y transmitir valores (los famosos valores del rugby, sí) a esos futuros gentleman que iban a las Public Schools (que, paradójicamente, eran los establecimientos el elite) de Gran Bretaña. Cualquiera que haya visto “Carrozas de fuego” puede comprender rápidamente la idea de deporte, muy lejos del deporte popular y proletario que se expandiría por el mundo, que había entonces en las Public Schools, ligada a los valores bélicos de honor, deber y disciplina: bueno, ese modelo había sido fundado por Thomas Arnold en su tiempo como director de la… Rugby School. 

Arnold, pedagogo fundamental para comprender el deporte moderno, introdujo versiones codificadas y reglamentadas de juegos populares, siendo uno de ellos el rugby, buscando transformar el brío juvenil en un valor a través de la disciplina, y educar también las mentes (mens sana in corpore sano). Las reglas, las mediciones, permitían medir el progreso, ideas todas fundamentales del siglo XIX, pero igual de importante es que una reglamentación en común permitía la competencia entre escuelas, para determinar de una vez y para siempre quiénes eran los mejores, si Eton o Rugby o alguna de esas. 

Coubertin era gran seguidor del rugby, llegando incluso a dirigir la primera final del campeonato francés de rugby entre Racing Metro y Stade Francais. Y también era pedagogo, y los experimentos de Arnold calaron profundo en él: Rugby no fue solamente la semilla del deporte moderno, competitivo y reglamentado, también fue la semilla de los Juegos Olímpicos, competencias que Coubertin imaginó como una forma de disciplinar los cuerpos de los futuros soldados franceses y un escenario para medir fuerzas entre las naciones, para determinar de una vez y para siempre (cada cuatro años) quiénes eran los mejores, si Francia o Alemania o alguno de esos (línea recta de allí al “mis bombas nucleares toman mejores esteroides que tus bombas nucleares”). Su plan parecía ir en marcha cuando, en ocasión de los Juegos Olímpicos de 1900, celebrados en París, Francia decidió crear su primer seleccionado de rugby. Compitieron solo tres equipos, y los otros dos, Gran Bretaña y Alemania, no llevaron selecciones sino clubes que representaron a su país. El seleccionado galo venció a ambos y se coronó como el primer campeón olímpico; Alemania (en realidad, Frankfurt Football) y Gran Bretaña (Moseley Wanderers) debían disputar su partido para determinar la medalla plateada… pero ya se habían ido de París cuando se suponía que debían competir.

Así de precarios eran entonces los Juegos Olímpicos, que se llevaron a cabo en el marco de la Exposición Universal de París, lo que provocó que muchos resultados se perdieran en el tiempo y que muchos atletas participaran sin saber que estaban en un Juego Olímpico. La Exposición Universal de San Luis fue sede de los Juegos de 1904, mezclando otra vez pujas deportivas con avances tecnológicos y seudociencia, marco en el cual se desarrollaron, dentro del programa olímpico, los infames Días Antropológicos, en los que miembros de razas supuestamente inferiores competían en eventos paralelos sin registro oficial. Tan horroroso que hasta el Barón los calificó como un espectáculo bochornoso. 

Bueno: en aquellos Juegos no viajó el rugby, todavía un deporte profundamente europeo sin equipos en América. La siguiente cita olímpica fue en Londres, donde sí había tradición rugbística, claro: el deporte regresó al calendario olímpico, pero todo fue otra vez caótico. Australia participó solo porque el equipo de los Waratahs andaba de gira por allí, Gran Bretaña tenía a sus mejores jugadores de gira, por lo que compitió con el equipo del Condado de Cornwall, y Francia se anotó, no juntó 15 y se bajó de la prueba. 

Sin equipos, la competencia desapareció del calendario olímpico hasta 1920, y aunque en aquellos días ya se celebraban torneos como el 5 Naciones, a la Amberes castigada por la guerra viajaron solo dos selecciones: Estados Unidos, sorpresivo oro, y Francia fueron los únicos participantes, tras la deserción de Rumania y Checoslovaquia. Casi participa Argentina, que conformó un equipo para enviar pero, finalmente, sufrió la falta de fondos para cruzar en barco (en aquel primer seleccionado hay algunos nombres de mención: Adolfo Travaglini, tío del emblemático Puma, Arturo Rodríguez Jurado, que cuatro años ganaría el oro olímpico, pero en boxeo -cosa de gentlemen, participar en varias disciplinas- y hasta un Rotschild). Ahora sí participó Rumania, apabullada por los otros dos participantes, EE UU y Francia, que en Bélgica jugaba de local. Tan local, que previo al partido final se organizó desde los medios europeos una fuerte campaña de desprestigio contra los americanos, a los que se acusaba de la más grave ofensa: ser profesionales entre gentlemans amateur. A Estados Unidos no le importó y vapuleó a Francia. Acto seguido, buena parte de los 30 mil espectadores ingresaron a la cancha, provocando la huida, con escolta policial, del seleccionado campeón olímpico. Fue el final del rugby olímpico, claro: sin equipos, sin el Barón para defenderlos (dejó su cargo un año más tarde) y con la mancha de unos olímpicos disturbios, la disciplina dejó en silencio el calendario olímpico. En 1928 “Rugby” ganó una medalla olímpica, pero en la competencia de artes: sí, hubo competencia olímpica de artes, gracias a la obsesión de Coubertin por los ritos de la Antigua Grecia, y el dos veces oro Jean Lucien Nicolas Jacoby ganó en 1928 con un boceto dedicado al deporte reglamentado por Thomas Arnold.

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A lo largo de los años hubo numerosas gestiones para devolver el rugby a los Juegos Olímpicos. Se presionó en 1960, en 1980 y en 1988, sin éxito. Sidney 2000 parecía la chance perfecta para devolver al deporte, emblemático del país oceánico, al programa olímpico, pero tampoco hubo éxito. La propia IRB (hoy World Rugby) planteaba sus resistencias: entre partido y partido, por reglamento, se precisa siete días de reposo, por lo cual era imposible hacer entrar al rugby en el calendario de dos semanas de un Juego Olímpico. Pero entonces apareció el seven.

El seven-a-side existe casi desde que hay rugby, pero siempre como una variante menor, casi una fuente de esparcimiento para que los clubes pasaran el verano. Recién en 1993 se estableció la Copa del Mundo de seven, y en 1999 una astuta IRB creó el Circuito Mundial de Seven: diez años más tarde, invitó a miembros del COI a una edición del Circuito, ya convertido en un evento global. Y espectacular, en el sentido de que era un gran espectáculo, sí, pero también de que era un show pensado con lógica de espectáculo, para la tevé y el público, con DJs pasando música, partidos breves de resultado cambiante, vértigo y muchos tries. Ideal para atrapar la atención del espectador fugitivo del siglo XXI.

Era justo lo que el COI buscaba, claro: ya por entonces su audiencia promedio envejecía y achicaba, y el olimpismo buscaba nuevos y atractivos programas para sumar y refrescar su grilla. El rugby olfateó la oportunidad, y comenzó una importante campaña de lobby para meterse en los Juegos. Uno de sus líderes fue el medio scrum Puma Agustín Pichot, que por sus gestiones dentro y fuera de la cancha ingresaría en 2011 al Salón de la Fama del rugby mundial. Pichot y equipo ganaron esa pulseada: en 2009, el Comité Olímpico Internacional decidió que el rugby 7 sería parte de los Juegos. 

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La noticia llegó al país en un momento clave: la Unión Argentina de Rugby gestaba por entonces un proyecto que sería muy resistido por el establishment para llevar a las selecciones al profesionalismo. Bajo el Pladar, los clubes seguirían siendo amateur, pero la Unión tomaría un grupo de jugadores, los becaría y los prepararía para el alto rendimiento a nivel selecciones. El plan que dio a luz a Pampas y Jaguares, y a una generación juvenil que ha dado varios golpes en la escena internacional, también apuntaló a varios talentos argentinos que fueron parte del Circuito de Seven y, ahora, del bronce olímpico.

Una medalla que los históricos, los que fueron parte del proceso desde sus inicios, saborearon doblemente: la disciplina del seven habita a las sombras del gran rugby, pero el ingreso a los Juegos Olímpicos le ha dado al deporte una chance de brillar en el gran escenario; una chance que, sentían quienes estuvieron en Río, dejaron pasar aquel 10 de agosto de 2016.

Aquella noche, Los Pumas enfrentaron a Gran Bretaña, y el partido iba rumbo al empate, y al tiempo extra, cuando Argentina tuvo una chance única: el capitán, Gastón Revol, tuvo una patada para ganarlo con los segundos contados, y la marró. Los británicos se terminaron imponiendo 5-0, apenas 5-0, en el tiempo extra.

Era el final de un sueño para el que ese grupo se había preparado durante cuatro años. Tenían una zona peluda, con Fiji y un rival que suele complicar como Estados Unidos, pero cumplieron y pasaron. Cuando el cruce dijo “Gran Bretaña”, la dura Gran Bretaña, el rugby argentino supo que había chances, que no había tocado un cuco: la esperanza se borró por unos centímetros aquí, otros allá, y ahora había que esperar cuatro años más.

Revol lo pensó: ¿cuatro años más? Amagó con el retiro, con poner fin a esa vida nómada del jugador de seven. Quizás por eso le puso una terrible “bufanda” a un rival sudafricano, en los cuartos de final del torneo de Tokio 2020: expulsión y cuatro fechas pero, más importante aún, parecía ser otra vez una macana de Revol la que dejaba sin chances a su equipo. Porque, en seven, contra una potencia, ¿seis contra siete? Imposible. En un acto de bravura, sus compañeros transformaron ese imposible en milagro y el 27 de julio, seis contra siete, le llevaron un alivio galáctico a Revol y sellaron una de las actuaciones más memorables e importantes de la historia Puma.

El resto es historia: Fiji es Fiji, doble oro, y dejó a Argentina en la pelea por el bronce contra un viejo conocido, Gran Bretaña, que terminó siendo plata en Río. Revancha: una instancia que, en el deporte, suelen ganar los que antes perdieron, los que pasaron cuatro años masticando bronca, los que quieren quitarse una espina molesta, los que entrenaron con calentura, quizás con una foto de Gran Bretaña arriba de la cama, para mirarla y odiarla antes de irse a dormir. Así fue: la selección enfrentó en tres días a cinco rivales top de seven, siempre dio la talla y, en la final, demostró en una gambeta final de “Kiki” Mendy que todo eso que había atravesado durante cuatro años había valido la pena. Tarda en llegar, y al final hay recompensa.