Notas sobre Pignatiello
En silencio, en la mañana argentina, la noche tokiota, Delfina Pignatiello se despidió de su primera experiencia olímpica. Un sueño que se convirtió en algo parecido a una pesadilla, o a uno de esos sueños incómodos que uno quiere que terminen rápido, pero en los uno que se encuentra, de repente, atrapado, sin poder despertar.
Los tiempos en la previa dejaban intuir que la nadadora no alcanzaría la final: aunque ha competido poco (lo cual permitía pensar en el factor sorpresa) sus marcas no evolucionaban desde 2019 y, en realidad, no lo hacían desde 2017, cuando se convirtió en doble campeona mundial junior e irrumpió en el panorama deportivo argentino.
En esos cuatro años, entre 2017 y 2021, sus marcas no bajaron en la medida de lo esperado: se estancaron, e incluso involucionaron, si se toma en cuenta los picos de rendimiento de cada año: en 2017 paró el reloj en 15:59 tras nadar 1500 metros para ser campeona mundial juvenil, en 2018, año de Juegos de la Juventud, marcó 16:20; en 2019, en una semana aislada que permitía ilusionarse, nadó en 15:51 la prueba; y en 2020, año con COVID y larga cuarentena, su mejor marca fue de 16:25. Inestabilidad y un promedio alto, que revelan que algo flaqueaba, en su preparación o en su deseo.
Es que de la noche a la mañana Pignatiello se había convertido en una figura pública: antes de que saliera de la secundaria, ya le marcaban que el destino de su vida era la natación, quizás hasta entonces una diversión, y, lo que es peor, el valor que había cobrado se debía solo a su calidad de nadadora. Simone Biles dijo esta semana que es mucho más que una gimnasta: la misma frustración, esa sensación de solo valer por nadar, la debe haber sentido en carne propia Pignatiello, camino a Tokio.
En ese mismo camino, la cuarentena quemó a Delfina Pignatiello, y casi se aleja de la natación, según contó ella en su momento, cuando no podía entrenar y se cargaba de ansiedad debido a la gran cita. El entorno no le ayudaba, cargando de expectativas a la nadadora que, de la noche a la mañana, se había convertido en estrella con 17 años. Allí seguramente hay una explicación para sus marcas en Tokio, lejos incluso de los tiempos que hacía como adolescente: aquella aparición estelar la cargó de presión, como demostró su participación en Buenos Aires 2018, donde, a lo Naomi Osaka, era la chica del poster, y donde si bien cosechó dos medallas de plata, nadó otra vez lejos de sus mejores tiempos. El 2019 debió encender alguna alarma, cuando junto a su equipo decidieron no ir a un Mundial: privilegiaron las medallas panamericanas, que precisaban de tiempos mucho menos impresionantes para conseguirlo. Así, la primera competencia grande de mayores a la que acudió Pignatiello fue Tokio, algo de lo que ella misma se lamentó, pero que había sido su propia decisión: como quien ya no quiere saber más nada, Pignatiello se bajó ella misma de la competencia que todo atleta ansía. Señal de alerta: quizás ya estaba abrumada.
Es decir: esto no es cuestión de “ponerse nerviosa”. Tampoco de mala preparación, aunque seguramente Pignatiello deberá revisar, si desea permanecer en la elite, las razones de la quietud de sus marcas. Hay algo más profundo, que es el tema de Tokio 2020 y que el columnista Barney Ronan describió para The Guardian como “el avasallante infierno de 24 horas para las superestrellas”. Ese público hiperconectado, con conexión directa a sus atletas, que alienta a sus estrellas con el mismo morbo con el que se gritaba por los gladiadores romanos. Hay hambre de espectáculo. Las actuaciones de los atletas se diseccionan, se juzgan, se señalan. Se les pide desde el sillón que carguen con nuestras esperanzas, que sean portavoces de causas, que signifiquen algo. Insostenible.
Y hoy no hay donde esconderse: hace 30 años, si Michael Jordan quería desconectarse, se iba a jugar al golf o desaparecía en una de sus propiedades. Era la máxima estrella del mundo, pero podía respirar si necesitaba desconectar. Ahora ya no se puede. Biles, Osaka, Pignatiello, todas crecieron en medio de la voraz cultura digital, sin filtro de protección: el mundo digital es, para peor, la forma en que se ganan la vida, su medio de comunicación y conexión. El ruido blanco, tóxico, de los comentarios ajenos, te persiguen donde vayas. No hay forma de descansar.
Así llegó Pignatiello a sus primeros Juegos: quemada. Burn out. Basta. En zona mixta, tras las competencias, se mostró quebrada anímicamente: cualquiera que pide ese tipo de ayuda la está pasando mal, debe ser escuchado, en lugar de disparar un debate sobre si la presión es parte o no del mundo del alto rendimiento. Incluso, habrá que ver si le sirven quienes le cantan loas e imaginan “haters” en las esquinas, quienes en lugar de desdramatizar la derrota insisten con la narrativa multimedia del deportista-héroe. Esto no interesa, es un debate interno: ya hemos quebrado a Pignatiello, que ahora deberá reencontrarse con su deseo, decidir si quiere seguir exponiéndose como nadadora (tras el 800, se mostró con ganas de revancha, de vivir en París otra cosa, acorde al sueño olímpico que tuvo), o si, simplemente, prefiere tomarse un tiempo y alejarse del mundanal y estresante ruido de la celebridad moderna. Después de todo, como dijo Biles, es más que una deportista.