Tokio en problemas. Parte 6: ¿Quién paga la factura?
Las casas olímpicas
Comienzan (oficialmente) los Juegos Olímpicos de Tokio. Los segundos Juegos en la ciudad tendrán otra fisonomía a la esperada cuando la capital japonesa ganó la sede, en Buenos Aires, en 2013: la esperanza era que Tokio desplegara tecnología, grandilocuencia y fervor popular, pero en lugar de ello tendremos unos Juegos “de bajo perfil”, como demostró una ceremonia de apertura melancólica y austera. No es tiempo para celebraciones, está claro.
No por eso dejará de brillar el flamante Estadio Olímpico, construido por el prestigioso arquitecto Kengo Kuma sobre el recinto que fue sede en Tokio 1964 (fue hogar de la apertura y será la sede del atletismo y la final femenina de fútbol); o Nippon Budokan, el Luna Park japonés: la casa con un techo que evoca al Monte Fuji, a la que sueñan con llegar todas las bandas de rock japonesas, es también un templo con historia y mística para los artistas marciales. De allí su nombre: Budokan, la casa del judo y del debut olímpico del karate, significa Estadio de Artes Marciales. Considerado el hogar espiritual de las artes marciales modernas, allí tocaron Los Beatles y llegó a pelear Muhammad Ali uno de sus combates emblemáticos: la farsesca batalla contra el luchador libre japonés Antonio Inoki, en 1976.
En total son 42 las sedes deportivas: ocho son de nueva construcción, incluido un muy bonito Aquatic Center. Las casas de estos Juegos están desplegadas más allá de Tokio: el mapa olímpico tokiota se divide en dos nodos, la Zona de Herencia y la Zona de la Bahía de Tokio, pero las sedes se diseminan además por otras 8 prefecturas, que incluyen la bella Enoshima, playa de Kanagawa, y partidos de fútbol muy lejos de Tokio. Los Juegos comenzaron, de hecho, en Fukushima, un inicio simbólico: el plan inicial de Tokio 2020 era mostrar el renacimiento del pueblo tras la catástrofe nuclear, de la misma forma que Tokio 1964 había reflejado la recuperación del pueblo japonés tras la Segunda Guerra Mundial.
Un despliegue de estadios nuevos y recintos preexistentes pero refaccionados, a través de medio Japón, y todo para acomodar a un total de cero espectadores. El costo de la organización de los Juegos asciende a 14.900 millones de dólares de forma oficial, más del doble de lo estimado, y esa cifra solo tiene en cuenta los gastos deportivos (sedes y proyectos ligados a Tokio 2020), no los costos de infraestructura que la ciudad tuvo que afrontar pensando en recibir miles de turistas. Algunos expertos señalan que la cifra real asciende a más de 26 mil millones de dólares, aunque la sentencia de que son los Juegos más caros de la historia es a esta altura una notable fake news: Sochi y Beijing, por citar dos ejemplos, habrían prácticamente duplicado esa cifra.
Los costos ya se habían disparado, como es tradición con los Juegos Olímpicos, antes de la postergación de un año, pero el retraso por la pandemia cargó a la organización con un recargo de al menos 5 mil millones de dólares: siempre estimando, ya que es difícil deducir qué es costo olímpico y qué no, Tokio tuvo que acondicionar sus sedes para recibir público con protocolos pandémicos, amplificar la seguridad y extender alquileres de los recintos privados que se utilizarán para el evento.
Ahora, aún sin pandemia, los costos inflados, hasta el estallido, son una costumbre olímpica. Los Juegos son un negocio que vive de los derechos: vende sus derechos a la televisación, pero necesita un lugar para que ese evento televisado tenga lugar. Entonces busca ciudades que se alíen, y los incentiva con promesas que a esta altura no son otra cosa que mitos: son numerosos los estudios que sostienen que, a pesar de los Juegos insisten en que su realización generará turismo y venderán la marca de la ciudad a todo el planeta, las ganancias rastreadas (con las dificultades que conlleva rastrear intangibles como “mejoramiento de la marca”) son mucho menos al costo. Aquí hay uno, por ejemplo.
¿Por qué?
Pero si nadie gana, ¿por qué las ciudades quieren ser sede olímpica? La realidad siempre es más compleja que una respuesta directa, pero especulemos: están quienes buscan rédito político en ser sede de un Juego Olímpico, o incluso lavar su imagen a través de la realización de un evento global en el que se muestren “derechos y humanos” (ver desde Berlín 1936 a Beijing 2008, pasando, necesariamente, por el Mundial 78). El fenómeno se denomina “sportswashing” (lavado de cara a través del deporte, algo así) y explica por qué, cuando los países occidentales comenzaron a darle la espalda a los Juegos (la elección de las sedes de 1924-1928 sufrió numerosas salidas tempranas: las ciudades cedían ante el pedido de sus ciudadanos, que no querían a los Juegos allí), el Comité Olímpico Internacional tejió una alianza con el dinero ruso y chino (en el caso del fútbol, también de los petrodólares de Medio Oriente), provocando la envidia geopolítica del Bloque Occidental, que ahora quiere el evento para ellos (la cesión de la sede del Mundial 2018 disparó el FIFA Gate desde el FBI estadounidense, nunca está de más recordar). Algo de todo esto había en Tokio, cuyo plan en 2013, cuando fue elegida con Fukushima todavía muy cerca, era unificar a la población atrás de un evento que significa mucho más para Japón que, por ejemplo, para Argentina.
Las ciudades también quieren ser sede porque aunque generen enormes gastos públicos, los Juegos son una buena oportunidad para hacer negocios privados. De hecho, es porque generan estos enormes gastos desde las arcas públicas que el evento es la panacea del sector de la construcción: es una forma de transferir miles de millones de las arcas públicas a manos privadas. Y la fiesta dura años, porque las construcciones siempre se retrasan y el festival de sobreprecios es ya una tradición: esto tiene que ver en parte con la monumentalidad y cantidad de los proyectos realizándose a la vez (sobre esto, pueden leer este interesante artículo), pero también con la corrupción (en Argentina hemos tenido buenas muestras del asunto: el mencionado 78 y Buenos Aires 2018, sobre la cual realizaron una investigación profunda Ernesto Rodríguez y Federico Teijeiro)
Hablando de Buenos Aires 2018, allí se vio otra clave del interés de las ciudades: la especulación inmobiliaria. El proceso de gentrificación es desde Barcelona 1992 central en el plan olímpico, uno de los principales beneficios que impulsa a los empresarios de una ciudad a empujar para la realización de un evento olímpico en la esquina de su barrio: a caballo del dinero público, ciertos espacios de una ciudad, “abandonados”, se reconstruyen con la excusa del evento olímpico, que provoca un aumento de los alquileres o del coste habitacional en estos espacios. Muchos habitantes del barrio son forzados a dejar el lugar, por orden municipal; el alza en el nivel del espacio lleva a un alza en los alquileres que provoca el abandono del resto: porque resulta que los espacios no estaban abandonados, y son tan “desiertos” como el desierto “conquistado” en nuestra Campaña del Desierto, es decir: allí hay gente a la que echan.
Los habitantes tradicionales del barrio dejan lugar a una clase acaudalada, y los dueños de aquellos edificios, comprados a precios bajísimos, casi abandonados y que ahora, gracias al dinero público, han sido revalorizados, son los grandes ganadores de la jugada. Jugadores privados, no públicos, que ganan gracias a una inversión de las arcas públicas: de esta tela estaba cortada la mudanza del Cenard a Villa Soldati, para liberar de esa forma, con la excusa de Buenos Aires 2018, la carísima zona de Núñez a los especuladores inmobiliarios (entre los que se encontraba, por esas casualidades de la vida, el presidente del Comité Olímpico Argentino, Gerardo Werthein). Tras la mencionada Barcelona 92, que gracias al dinero público transformó importantes áreas de la ciudad, se elevó el costo de vida 250% en el centro: la inversión la hizo el Estado, pero los beneficios fueron privados. (Y más feroz fue la “limpieza social” de Atlanta, cuatro años más tarde: la ciudad arrestó miles de homeless e incluso “a algunos homeless y pobres los enviaban con boletos de ida a Alabama y Florida”, como cuenta el hipercrítico Jules Boykoff.
Al Comité Olímpico Internacional, desde ya, poco le importa todo esto: ellos ponen el evento, la marca, para que la TV les de su dinero, pero de la organización del evento se encargan otros. Al igual que de la factura: del total final del valor de Tokio 2020, el COI aporta solo 1,5 mil millones de dólares. Solo con la tevé ganará 4,5 mil millones (ojo: es importante entender también que buena parte de ese dinero ganado , hasta el 90%,por el COI va para sostener las federaciones internacionales, y hay muchos deportes que, sin ese aporte, no podrían seguir existiendo: estos megaeventos son el pilar central de la arquitectura del deporte moderno. Es decir, sin Tokio 2020, no hubiera habido futuro para buena parte del deporte).
Así las cosas, Tokio 2020 tendrá un legado complicado. El costo político de llevar adelante un Juego durante una pandemia, en medio de una feroz crisis sanitaria y económica, utilizando recursos públicos e incluso miles de médicos y enfermeros, tras construir estadios que estarán vacíos, parece irreversible, pero ¿y si Tokio saca adelante unos Juegos exitosos, sin contagios masivos, sin hechos lamentables, que, efectivamente, hacen olvidar por un rato las penurias del mundo? Algo de eso ya ocurrió con la ceremonia de apertura, que comenzó con protestas afuera y terminó con un sentimiento de calidez y magia para muchos. ¿Vale la pena el millonario costo económico, alguna vez vale la pena, y más en medio de la pandemia? Al respecto, se expresó alguna vez Boris Johnson, alcalde de Londres cuando se llevaron a cabo allí unos Juegos que habían pasado de costar 4 mil millones en la previa a 18 mil millones cuando se bajó la persiana: “Basta de lloriquear”, pidió a los protestantes que llamaba la “coalición arcoiris”. “Vamos a tener el mejor show del mundo en la mejor ciudad del mundo”. Y así fue que Boris llegó a ser Primer Ministro, también.