Tokio en problemas. Parte 2: La Regla 50
Una imagen, mil palabras
La historia de esta foto es conocida. En el fino aire de México, en los mágicos Juegos Olímpicos de 1968, el estadounidense Tommie Smith se convirtió en el primer hombre en bajar los 20 segundos en los 200 metros. Lo escoltó su compatriota John Carlos, con quien subieron al podio descalzos, símbolo de la pobreza de los afroamericanos en su país, convulsionado por las protestas pidiendo igualdad de derechos y oportunidades, el fin de la segregación racial y un corte a la violencia por portación de cara. Una vez arriba del podio, levantaron el puño: Black Power.
A los dos los echaron de los Juegos. Volvieron a casa, donde fueron recibidos por la furiosa retahíla de los medios blancos. El Comité Olímpico de Estados Unidos intentó quitarles las medallas. ¡51 años más tarde! fueron inducidos al Salón de la Fama del atletismo de su país: en medio, fueron cazados por el FBI y se les prohibió la entrada a muchos recintos de la “América blanca”.
Y 53 años más tarde, la regla del Comité Olímpico Internacional que permitió que dos medallistas fueran echados para siempre de las competencias olímpicas sigue en pie: hoy vamos a trazar una breve historia de la Regla 50 de la Carta Olímpica, que “protege la neutralidad del deporte y los Juegos” prohibiendo “todo tipo de protesta o propaganda política, religiosa o racial en las áreas Olímpicas”.
El sueño del Barón
La Regla 50 ha estado en el corazón del evento desde que el Barón Pierre Fredy de Coubertin comenzara a imaginar sus Juegos Olímpicos, allá por 1894. “Si Inglaterra fue la cuna del deporte de competición y rendimiento, y Alemania impulsó una gimnástica que giraba en torno a la disciplina normativo-estética, la aportación específica de Francia a la génesis del deporte moderno consistirá en rodearlo de una aureola ideológica que lo convierte en encarnación de los valores democráticos, artífice de la concordia universal y heraldo de la paz entre las naciones”, escribieron Corriente y Montero en “El Libro Negro de los Juegos Olímpicos”. Para sostener, cada cuatro años, esta “pax olímpica” (completa con un pedido de tregua olímpica que llega desde las Naciones Unidas), los Juegos Olímpicos exigen que nadie se manifieste políticamente. El deporte debe permanecer “neutral”.
Ahora, no quiero aburrirlos demasiado con esta historia de las ideas de escuela secundaria, pero todos sabemos que esas ideas de neutralidad política son profundamente políticas. Una noción tejida en el siglo XIX, cuando las políticas particulares aparecían como una frontera ante la expansión del dominio y la razón occidentales: el deporte como lo conocemos hoy, con sus jerarquías, su sistematización, su medición del tiempo, es un fenómeno moderno, y de aquella modernidad extrajo también su afán “universalista”, el sueño europeo de querer imponer al universo entero sus valores “universales”. No hace falta aclarar que los valores olímpicos a los que hoy adhieren las principales multinacionales son los valores de Occidente, y los Juegos Olímpicos uno de sus vehículos: Coubertin y los Juegos son meros hijos de su tiempo. Quizás por eso el Barón no tenía pruritos en decir, por ejemplo, que “sostener que nadie tiene derecho a emprender la europeización de otros pueblos, que las religiones étnicas tienen el mismo valor que la religión cristiana, que el miembro de la raza negra o amarilla difiere del hombre blanco pero que como hombre tiene idéntico valor… todos esos son bonitos sofismas, cuya validez se defiende en los salones para fumadores, pero que carecen de todo valor y de toda eficacia: representan una paradoja asociada a una decadencia, y aunque por un instante pueden hacernos esbozar una sonrisa, jamás deben ser adoptados como forma de conducta”. De paso: el Barón tampoco quería a las mujeres en los Juegos. Es decir, no las quería más que para aplaudir las proezas de los varones.
Es justamente por estar tan imbricada en el ADN de los Juegos que la Regla 50 atravesó el siglo XX sin inmutarse, con la cara de piedra: viajó a los Juegos de Berlín 36, donde la recibieron con el saludo nazi, volvió a celebrarse a sí misma como una reunión armónica de naciones tras la Segunda Guerra Mundial a pesar del nacionalismo rampante que crecía en las competencias, se alimentó de la Guerra Fría, continuó a pesar de un atentado a atletas israelíes, hizo caso omiso a los boicots del bloque soviético y Occidental en los 80, y llegó así a los 90, cuando, con la caída de la URSS buena parte del mundo capitalista esperaba habitar el sueño del Barón, ese “fin de la historia” donde los buenos valores ya han atravesado todas las fronteras. Un mundo sin tensiones políticas, donde no hacen falta las protestas.
Un mundo conveniente para el mercado, y conveniente entonces para la venta global de ese preciado commodity que son los anillos olímpicos: para vender la marca a todo el planeta, para llegar a lugares tan disímiles como Londres y Sochi, Beijing y Tokio, los Juegos tienen que estar bien limpitos, sin rastros de las molestas desigualdades, el racismo, el sexismo, la xenofobia, las guerras, la sangre, la manipulación, que aquejan al mundo: son un obstáculo para los negocios.
(Un pequeño detalle para cerrar esta diatriba zurdita: ante la evidencia creciente de que los Juegos son un mal negocio para sus sedes y la creciente resistencia de la población a tirar morlacos en estos megaeventos, muchas ciudades dieron de baja sus intenciones olímpicas durante la última década; el COI, y otras federaciones como FIFA, se asociaron entonces al dinero de China, de Rusia, pero si les preguntan cómo puede un movimiento que dice buscar la paz mundial lleve los Juegos a países que violan los derechos humanos -el año que viene viajamos a Beijing, mientras China recibe protestas del mundo entero por la masacre de los uigures y los campos de concentración de minorías étnicas- ellos dirán, justamente, que con los Juegos no se hace política).
Un despertar
El mundo está en llamas. La crisis sanitaria exacerbó el enojo de los desposeídos, las redes ayudaron a organizarlos, y el mundo vive hoy el furioso auge de los movimientos sociales que en Estados Unidos, uno de los centros de poder deportivo, recuerda a aquellos 60 de Tommie Smith y John Carlos. La dupla de velocistas fue en aquel momento parte del grupo que amenazó con boicotear México 68, el Proyecto Olímpico por los Derechos Humanos (Peter Norman, el australiano que fue tercero en los 200 de México, llevó un pin del Proyecto al podio: a él también lo echaron), a través del cual figuras como Arthur Ashe, Wilt Chamberlain y Jackie Robinson pidieron que el deporte olímpico use su influencia para frenar la violencia contra los negros en Estados Unidos, además de la devolución del título a Muhammad Ali, el aumento la participación de entrenadores y directivos negros en el deporte estadounidense y la prohibición a la Sudáfrica del apartheid de cualquier competición deportiva. El COI cedió respecto a Sudáfrica, y el PODH dejó a criterio de los atletas viajar o no a la justa olímpica, donde semanas antes se había desatado la masacre de la Plaza de Tlatelolco, brutal represión del Gobierno a jóvenes manifestantes que reclamaban todo tipo de mejoras y clamaban: “No queremos Olimpíadas, queremos revolución”
Aquel mundo en llamas, un mundo donde la idea de convivencia armónica parece irrisoria, recuerda a este. Y aquí tampoco ha podido el deporte permanecer callado. Venimos de un “verano” (nuestro invierno) de fuerte militancia deportiva, con el seleccionado de Brasil amagando un boicot contra la Copa América y jugadores de fútbol arrodillándose antes de cada partido de la Euro, donde algunos capitanes lucieron brazaletes arcoiris para protestar el retroceso en materia de derechos LGBTQI+ en algunos países europeos (UEFA amagó con sancionar pero luego cedió, para ahorrar un quilombo). Del otro lado del mundo, la violencia policial contra los negros en Estados Unidos encendió a fines de 2020 protestas multitudinarias y consiguió incluso frenar a la NBA. El paro de septiembre del basquet se volcó a otros deportes, incluidos el tenis, donde Naomi Osaka consiguió frenar el Masters 1000 de Cincinnati. “Antes que deportista, soy una mujer negra, y ver el continuo genocidio de personas negras a manos de la policía me enferma el estómago”, lanzó.
Atónito, Trump alcanzó a mostrar la hilacha: “La NBA”, protestó, “se ha convertido en una organización política”. Es la idea del establishment: jueguen y cállense. Pero hoy, mucho más que en el pasado, los atletas pueden jugar y hablar: las redes sociales han habilitado ese movimiento sísmico en la estructura deportiva. Hoy las estrellas no dependen del deporte: son íconos globales que exceden lo deportivo. Messi, Cristiano, son mucho más que las marcas FIFA, UEFA, Conmebol. El dinero los sigue a ellos. Incluso marcas como Nike han cambiado su estrategia de marketing, desechando atletas de la vieja escuela por jóvenes con fuertes opiniones: uno quizás no haya visto nunca un partido de fútbol americano, pero conoce el rostro de Colin Kaepernick, que en 2016 se arrodilló durante el himno en un encuentro para protestar por la desigualdad racial. Fue expulsado de la NFL, pero Nike lo hizo el eje de su nueva campaña de publicidad.
Así las cosas, el deportista se está despertando, paulatinamente, a la noción de que el deporte lo necesita, y no necesariamente al revés: el atleta tiene el poder, o al menos más poder; puede levantar (un poco más) la voz y rebelarse al circo, desobedecer (un poco más) las reglas del deporte. Incluso la Regla 50, que tiembla de cara a Tokio 2020. Quizás dándose cuenta de que tenían un problemón entre manos es que desde el año pasado el COI comenzó a revisar la regla.
Cambiar para que nada cambie
El COI se encuentra en una encrucijada: no quiere perder el control de su evento, pero tampoco puede ser ciego a la creciente pulsión de los atletas de utilizar su voz; quiere sostener esa neutralidad que lo hace global, pero no quiere quedar de espaldas a la apetecible audiencia joven, a la que ya alienaron cuando dejaron al margen del autobús olímpico a los raros deportes nuevos (que ahora ingresan, desesperados, al calendario). No quieren que los Juegos se conviertan en un “mercado de manifestaciones”, como tiró el presidente del COI Thomas Bach, pero tampoco volverse obsoletos.
Manos a la obra, entonces: en Lausana se dispusieron a revisar la Regla 50, avisando que la legislación “no quiere silenciar a los atletas, sino mantener la neutralidad política de los Juegos Olímpicos” (en realidad estamos hablando de la Regla 50.2, la 50.1 prohíbe otros auspiciantes que no sean los autorizados. Interesante, ¿no?). Así fue que un hecho inédito, el COI escuchó a los atletas, al menos de forma performática: durante 11 meses, la Comisión de Atletas del COI realizó encuestas a unos 3.500 deportistas para determinar qué hacer con la Regla. ¿Está bien protestar en el podio olímpico?, les preguntaron. El 70% respondió que no, que no está bien, y la Comisión pidió entonces que la Regla se sostuviera, con algunas modificaciones y recomendaciones, como, por ejemplo, que queden claras las multas y penas en caso de protestas, un punto laxo en la legislación actual (porque, claro, es mejor convencer a partir del miedo de lo que podría pasar).
Así, el COI publicó una regla revisada donde establecía que los atletas podían expresar sus opiniones, pero no en la Villa Olímpica, los podios o cualquier ceremonia oficial: los lugares designados para protestar son las conferencias de prensa, las redes sociales, las reuniones de equipo. Pequeñas concesiones. El otro lado: la Regla ahora establece lo que es inaceptable, e incluye el uso de brazaletes y gestos como arrodillarse o elevar el puño.
La reacción de los distintos cuerpos de deportistas fue inmediata: hubo una condena unánime al reporte de la Comisión de Atletas, acusada de estar alineada a los deseos de Bach y de haber realizado una serie de preguntas sesgadas para conseguir su objetivo. Global Athletes, una alianza que lucha por los derechos de los deportistas, afirmó que la Regla 50 viola la Declaración Universal de los Derechos Humanos (a la que adhiere, desde ya, el Movimiento Olímpico, porque son todos hijos de las mismas ideas) que establece que todo el mundo tiene derecho a expresar su opinión. La Asociación Mundial de Jugadores afirmó que “la censura de derechos de los atletas ignora descaradamente los valientes actos de los atletas activistas hoy y en la historia del Movimiento Olímpico”. El presidente de la Asociación de Comités Olímpicos Nacionales del Caribe Brian Lewis lanzó que “el deporte internacional lo manejan ejecutivos blancos que nunca han sido abusados, no tienen idea de lo que implica ser discriminado, no les afecta”. El olímpico Nikki Dryden argumentó que se trata de una censura y una prohibición de libertades que debe ser resistida. “Prohibir específicamente arrodillarse o levantar el puño, estás diciendo que los atletas no deberían venir”, lanzó el oro olímpico Moushaumi Robinson, líder del Consejo de Justicia Social y Racial de Estados Unidos, país desde el que vino el gran golpe: su comité olímpico no castigará a los atletas que protesten. “El COI no puede seguir en este camino de castigar o echar a atletas por levantar la voz por aquello que creen, menos aún cuando se trata de valores que defiende el Olimpismo”, dispararon.
¿Y entonces? Difícil imaginar una Tokio 2020 sin protestas. El COI podrá optar por un camino pragmático, como hizo la UEFA, y hacerse el distraído, o optar por sanciones que podrían devenir en escándalos y un redoblamiento de las manifestaciones en el corazón olímpico. ¿Aceptarán algunas protestas, si son modestas y se circunscriben a reclamos contra el racismo, la desigualdad, la discriminación, parte de los valores universales que la entidad defiende? En recientes revisiones de la Regla, el COI admitió remeras que lleven consignas como “inclusión”, “igualdad”, etc., pero no, por ejemplo, “Black Lives Matter”. También anunció que permitirá arrodillarse o levantar el puño, pero no durante la competencia o la premiación, solo en la previa o en sectores reservados. Está claro: esta historia continuará…
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