#Santiago2023 / El Estadio Nacional

#Santiago2023 / El Estadio Nacional

“Vivimos en un país sísmico, pero con cada caída hemos aprendido a ponernos de pie”: la sentencia resonó el viernes inaugural de los Juegos Panamericanos, recibiendo una sonora ovación. Y resonó más allá, claro: por la pantalla de sus televisores, miles de sudamericanos asentían. Más los argentinos, que atravesamos una pronunciada crisis hace años y vemos cómo se avecina una elección que pone en juego consensos que parecían ya establecidos. Estamos hechos de resiliencia, parece. ¿Es así? ¿O es una expresión de deseo, el premio consuelo de vivir en países inestables como terremotos financieros y emocionales?


Esa resistencia a los golpes, ese ponerse de pie siempre, sonó particularmente emotivo por el escenario: el Estadio Nacional fue la cárcel más grande montada por el atroz dictador Augusto Pinochet, escenario de torturas a niños, donde murieron miles y otros tantos fueron demolidos física y mentalmente tras del Golpe de 1973, del cual se cumplieron el mes pasado 50 años. Ayer, durante la ceremonia de apertura, fue el epicentro de no una sino tres ovaciones para Gabriel Boric, presidente de corte socialista, la misma ideología que fue abollada a palazos y sangre con aquel golpe encabezado por Pinochet. Las ovaciones llevaban el aroma de la esperanza: Boric es el primer presidente chileno nacido después del Golpe. Un nuevo amanecer.

¿O es una expresión de deseo? Boric ganó con 10 puntos de diferencia sobre su rival, José Antonio Kast, en segunda vuelta, y sucedió a Sebastián Piñeira, un gobierno jaqueado por las protestas sociales iniciadas en 2019 a causa de la desigualdad reinante en un Chile de educación privada y privilegios heredados. De aquel estallido iniciado con protestas por la suba del costo del metro se cumplían 4 años el miércoles, a dos días del inicio de los Juegos Panamericanos. El pedido fue que no haya manifestaciones, pero igual unos 200 indignados repitieron las protestas. Los Carabineros reprimieron: hubo gases, tiros al aire y 20 detenidos. Habían pasado solo 20 días desde que se organizara una marcha a favor de Boric, luego de que la caída de popularidad del presidente generara preocupación.


Como el nuestro, Chile es un país de divisiones. Pero, incluso cuando en el vecino país las voces que reivindican el pinochetismo están plenamente vigentes, sobre el Estadio Nacional se ciernen varios carteles recordando la herida de sangre que se cierne sobre el monumental recinto al borde de la Cordillera. Dentro del predio, funcionan nueve sitios de memoria. El Estadio no mira para otro lado, sino que resignifica ese espacio traumático: hoy es un espacio de encuentro, de hermandad nacional, para Chile. Es el estadio de la nación. El deporte sirve como perfecto conductor de ese ideal: todos unidos por la Roja, todos con la misma camiseta, viviendo una fiesta al aire libre junto a los hermanos americanos.

Siempre, desde sus albores, el deporte tuvo que ver con estos conciertos de paz: ya en los Juegos de la Antigua Grecia existía la tregua olímpica, que permitía a los competidores atravesar sin conflictos las zonas conflictivas, y procuraba frenar las hostilidades en los tiempos olímpicos. La echekeria rige también sobre nuestros Juegos modernos: las naciones participantes deben cesar hostilidades durante la competencia. La sanción a Rusia se apoyó en que la profundización de su avance sobre Ucrania en la ventana entre los Juegos Olímpicos de Invierno y los Paralímpicos. Para honrar ese legado, el Estadio Nacional de Chile se sitúa en las esquinas de Grecia y Marathon.


¿Es el deporte un vehículo para la paz, inspirar la hermandad entre pueblos? ¿O es solo una expresión de deseo? Los ejemplos que demuestran lo contrario abundan: el deporte ha sido utilizado una y mil veces para tapar violaciones de todo tipo: nuestro Mundial 78 de los argentinos “derechos y humanos” y la “fiesta de todo” y Berlín 36 se imponen como emblemas de esta utilización del deporte que se repite en estos días con mundiales en Qatar, Juegos Olímpicos en China y Rusia.

El mito que reviste al deporte, de hecho, ha sido útil a la hora de habilitar estos, como los llamaría uno de nuestros candidatos presidenciales, “excesos”. Ese mito es el legado del Barón Pierre de Coubertin, quien para dar a sus Juegos Olímpicos una pátina de prestigio y mística cuando los fundó hacia fin de siglo XIX, endosó a la práctica deportiva una serie de imperativos morales altísimos: no solo sería un espacio de exploración de la potencia del cuerpo, una vehículo de salud, sino que su movimiento habilitaría la paz entre las naciones. Una retórica un poco exagerada, quizás, pero en ese momento, además de alinearse con las ideas que lo rodeaban, era una estrategia necesaria para posibilitar el éxito de una empresa monumental para un mundo donde todos se movían en barco, donde el deporte no estaba organizado en federaciones, donde incluso los países no tenían demasiado interés en competir en la arena deportiva internacional.

El movimiento panamericano, nacido en 1951 con los Juegos celebrados en Buenos Aires, replica el mito, con sus aspectos rituales incluidos: hay podios, medallas, himnos, una ceremonia abre y da cierre a las actividades. Hay también un fuego sagrado, que enciende la Llama Panamericana no en Grecia sino en la Pirámide de la Luna en Teotihuacán.


Cuando se analizan los números duros, a veces parece difícil justificar que se organicen estos megaeventos: mientras que los costos proyectados se inflan y se apoyan excesivamente en las arcas públicas, las ganancias suelen ser relativas, y menores a las imaginadas. No hay hoy, por ejemplo, en Santiago la esperada bonanza turística que hace poco fantaseó Matías Lammens, de la cartera de Turismo y Deportes, cuando avisó que el Mundial Sub 20 generaría ganancias de 150 millones de dólares, producto del impacto de más de 2 millones de visitantes.

El mito ayuda, claro: su mística se adosa a los políticos que organizan el megaevento y se sacan fotos junto a los atletas, y si bien el impacto directo del turismo suele ser infinitamente menor al proyectado, en algunos casos también esa mística termina beneficiando el posicionamiento de ciudades, de países. Barcelona, por ejemplo, utilizó los Juegos de 1992 para relanzarse al mundo como ciudad.

Santiago busca un impacto similar: organizó en 2014 los Juegos Suramericanos y ahora se graduó a los Panamericanos, en busca, claro, de ser alguna vez sede olímpica. Claro, en países sísmicos como los nuestros la cosa no es tan fácil: entre los retrasos que provocó la pandemia y las habituales sospechas de corrupción, los costos ascendieron de los 107 millones de dólares planificados a más de 700, según las últimas estimaciones. En ese marco, los Juegos todavía se están acomodando, se arman a contrarreloj: al llegar al Estadio Nacional todavía se estaba colocando la cartelería, atada con alambre, síntoma de cierta desorganización (que, por otro lado, suele ser protagonista de este tipo de eventos, y que se acomoda con el paso de los días). La cumbre de los problemas: filtraciones en la Villa Panamericana, donde se entregaron las miles de llaves de los departamentos… sin número de identificación.

Pero bueno: las caídas son para levantarse, y los Juegos están ahí, con nutridas tribunas de chilenos y algunos turistas celebrando la fiesta del deporte, celebrando el sueño del deporte. Porque, al final, todos queremos creer en la armonía, todos queremos celebrar a nuestra tierra, abrazados entre desconocidos que son parte de esa experiencia colectiva marcada por el dolor y los problemas. Es que quizás esto del deporte y de la paz sea un romanticismo, un sueño, pero es bien bonito.

Y es que el deporte se impone: una de las más sublimes invenciones humanas, escenario de luchas, épicas y tragedias, espejo (a veces distorsionado) de nuestras sociedades. En “Moneyball”, la película, los dos protagonistas, el manager de un equipo de béisbol y su adlátere, analizan de la manera más fría y distante el juego, y sin embargo no pueden evitar rendirse ante la evidencia de que el deporte es más, mucho más, un entretejido de historias que inspiran y magnetizan y hermanan: en ese momento de fragilidad del raciocinio, rendido al pulso de su corazón, Brad Pitt admite que “es difícil no ser romántico con el béisbol”. Es difícil no ser un romántico con el deporte.

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