#Beijing2022 / Un siglo de Juegos de Invierno: una breve historia
Hace 101 años los Juegos Olímpicos de Invierno comenzaban a nacer. El coqueteo entre los Juegos Olímpicos modernos inaugurados en 1896 y el deporte de invierno llevaba ya un par de décadas, con una primera aparición del patinaje artístico en la cuarta edición, de 1908, y el intento, cuatro años más tarde, de organizar una semana de deportes de invierno en el marco de los Juegos de Estocolmo de 1912. Los suecos, sin embargo, “abrazaron rápidamente el argumento de que no tenían las instalaciones para llevar a cabo el evento”, según reveló el Barón Pierre de Coubertin, fundador de los Juegos modernos: en realidad, Suecia no querían eclipsar su propia tradición, los Juegos Nórdicos, que habían comenzado en 1901, impulsados por Victor Balck, “padre del deporte sueco” y especie de mano derecha de Coubertin a la hora de fundar los Juegos Olímpicos modernos, 7 años antes.
Pero la creciente popularidad de los deportes de invierno, elegante pasatiempo de las burguesías y clases altas de Europa que viajaban a los sofisticados centros de esquí de Francia y Suiza cada año, provocó que Coubertin y compañía desearan durante años romper ese monopolio nórdico. Los Juegos de 1916 no tuvieron lugar a causa de la Primera Guerra Mundial y cuando la competencia regresó en 1920 con una grilla que incluía patinaje y hockey sobre hielo, la decisión del Comité Olímpico Internacional ya era tajante: había que atraer bajo su paraguas a los deportes invernales. Nada ha cambiado demasiado: entonces, como ahora, el COI buscaba adherir su imagen a la frescura, la distinción y el glamour de ciertas nevadas competencias.
La determinación se concretó un año más tarde, durante la reunión del COI en Lausana en 1921: a pesar de las diferencias entre suizos, canadienses, franceses y escandinavos, una vez que París fue aprobada como sede de 1924 los franceses comenzaron a empujar hacia organizar, al margen de la cita olímpica, una “semana de deportes de invierno”. Había dudas: el Comité Olímpico había enfatizado siempre que no apoyaría ningún evento al margen de su cita cuatrienal (de hecho, la organización clandestina de los Juegos del Centenario, en Argentina, terminaron con la expulsión del representante argentino en el COI, Manuel Quintana); pero tras mucha deliberación, decidieron apoyar la organizaci´no de un evento que tendría lugar en Chamonix en aquel 1924: aquellos son considerados hoy los primeros Juegos Olímpicos de Invierno de la historia. También se determinó la entrega de una medalla olímpica para la más relevante expedición alpinista de los cuatro años entre Juego y Juego, una presea que se entregó tres veces y que dio su primera medalla de forma póstuma… aunque esa es una historia para otra ocasión.
De Chamonix a la caída del Muro
Como las docenas de medialunas que traen 14, la semana olímpica de Chamonix duró 11 días, casi lo mismo que un Juego Olímpico, y con toda la parafernalia ceremonial que acompaña el evento coubertiniano. Habían llegado para quedarse. Comenzó entonces la tradición de sostener una competencia de deporte invernal, en el mismo año y el mismo país de los Juegos Olímpicos “de verano”, aunque tras tres ediciones el evento había crecido tanto que era imposible para cualquier país organizar el doblete: así fue que en 1948, antes de los Juegos de Londres, la localidad suiza de St. Moritz repitió como sede de los Juegos invernales.
Para entonces, la discusión en torno a la participación de atletas profesionales ardía, incluso más que en los Juegos de verano: en 1936 esquiadores alpinos suizos y austríacos se habían negado a participar de la primera entrada de su deporte a los Juegos debido a la negativa de aceptar atletas que recibieran pago, que eran prácticamente todos, ya que más allá de las competencias pagas, la forma más común de subsistencia entre esquiadores era la enseñanza. La polémica recrudecería con el ingreso en 1956 de la Unión Soviética a los Juegos invernales: en su primera participación, lideraron el medallero gracias a la potencia de su delegación amateur solo en nombre, ya que el Estado sostenía a sus atletas para que pudieran dedicarse a entrenar tiempo completo. El deporte ya era para entonces un campo de batalla más en la Guerra Fría, y tendría sobre el hielo de los Juegos de invierno algunos de sus combates más emblemáticos: casi todos han visto el canto patriotero estadounidense “Milagro en el hielo”, película de Disney sobre el equipo de estudiantes norteamericanos que derrotó al poderoso combinado soviético, aunque de aquel supuesto milagro conversaremos más en profundidad en otra edición.
Lo cierto es que al calor de estas batallas emblemáticas, los Juegos de invierno crecieron al igual que su contraparte de verano, impulsados también por la irrupción de la televisión como medio global de comunicación, que dio todavía más potencia a aquellas batallas deportivas entre soviéticos y estadounidenses, atrajo sponsors y subió la presión para admitir a los profesionales. En las tres décadas entre el ingreso de la Unión Soviética y la caída del Muro de Berlín, los Juegos eran ya gigantes. Entonces, en 1986 se decidió que los Juegos de invierno se separarían en el calendario de los de verano: la primera edición “divorciada” sería la de 1994, en Lillehammer, los recordados Juegos que estallaron gracias al escándalo de Tonya Harding y Nancy Kerrigan, transmitido vía satélite a un nuevo mundo, sin soviéticos ni Guerra Fría.
Juegos y extremos
Era también el mundo de MTV e ESPN. El vaticinado “fin de la historia” instauró el reinado supremo del capitalismo global, en el que a través del cable llegaban de forma vertical las novedades musicales y televisivas de Estados Unidos convertidas en cultura global, universal. El canal musical fue uno de los estandartes de aquel movimiento que expandió no solo música, sino un estilo de vida, a través del planeta. A través de él y de ESPN, llegaron a los más recónditos rincones del mundo imágenes de atletas que, lejos de la “pureza” y la elegancia del deporte invernal que había enamorado a Coubertin, se jugaban la vida en cada pirueta.
Aquellos deportes rebeldes se agruparon primero en los X Games, con ediciones de verano (skate, BMX) y de invierno (snowboard, esquí): estos últimos llegaron en 2002 a Vermont, donde se llevan a cabo cada año desde entonces. Cada cuatro años, además, tienen lugar apenas semanas antes de los Juegos Olímpicos de invierno: está claro que para las intenciones monopólicas deportivas del COI, esto es un problema, y de hecho no son pocos los atletas que ejecutan el doblete a pesar de los evidentes riesgos, agravados este año por la pandemia de COVID.
Lo cierto es que en los tempranos 90 estas versiones extremas de los deportes invernales capturaron la imaginación de una generación, y el Comité Olímpico se percató rápido que a la nueva audiencia global le interesaban tanto o más las proezas al borde de la muerte que las demostraciones atléticas y la poesía en movimiento del viejo deporte. Particularmente, claro, a la audiencia joven y rebelde, la principal fuerza consumista y por ende la más atractiva para las marcas.
Ya en 1988 habían incluido, como demostración, la modalidad freestyle del esquí, y una década más tarde ingresó el snowboard. La Federación Internacional de Esquí (FIS) y el COI intentan desde entonces equilibrar la puesta en escena espectacular y “cool” con la minimización del riesgo; los X Games han ido más bien en la dirección opuesta, y al desafiar los límites han forzado a los Juegos Olímpicos a, paulatinamente, agregar pruebas de riesgo a su programa para no perderles pisada: en 2018 debutó el Big Air en el snowboard, una prueba en la que los atletas se elevan rutinariamente a alturas de 20 metros y donde, como describió el New York Times (como halago), “la muerte siempre está cerca” (aunque bueno, es un poco exagerado; y aunque, además, una disciplina de temer como el salto de esquí es olímpica desde 1924). Es que, al final siempre está lo material: los Juegos Olímpicos son tierras de proezas, de atletas románticos desafiando las fronteras de lo posible, pero, sobre todo, son un negocio que hay que sostener brindando a la audiencia ese golpe de electricidad que anhelan. Un negocio que hay que sostener a toda costa, incluso a riesgo de muerte. E incluso si eso implica tejer alianzas con dictaduras y gobiernos acusados de violar los derechos humanos, como el chino. Aunque de eso hablaremos en próximas entregas.