Viaje al imperio del tenis de mesa

Viaje al imperio del tenis de mesa

Fan Zhendong, el número uno del mundo, está nervioso. Incómodo. Dos veces tiene al atrevido taiwanés Lin Yun-Ju al borde del nocaut: con 4 puntos para ponerse 3-1 primero (finalmente 2-2), y luego 9 a 6 para llevarse el sexto juego y sellar el partido (finalmente, 3-3). Ambas veces Lin, el asesino silencioso, recorta la diferencia uno por uno hasta ponerse a la par.

Por eso el número uno chino luce perturbado: porque no puede cerrar una semifinal interminable. Pero sobre todo, porque está coqueteando con quebrar una regla no escrita pero fuertemente castigada en el tenis de mesa chino: no se puede perder contra extranjeros.

El tenis de mesa fue introducido en los Juegos Olímpicos en 1988, en Seúl, como un guiño al país organizador. Y a los surcoreanos no les fue nada mal en aquella primera edición olímpica, cosechando dos oros y una plata. China copó el podio de las mujeres, se llevó el oro en el dobles masculino y la plata en el femenino, y esa fue una de sus peores actuaciones en Juegos Olímpicos: en Barcelona ganaría todos los oros excepto el individual masculino (en manos de Jan-Ove Waldner, el Mozart del tenis de mesa) y, a partir de allí, ganaría todos los oros olímpicos disputados excepto uno (el individual masculino de 2004, que se llevó el coreano Ryu Seung-min). Llegó a Tokio habiendo ganado 28 de 32 oros: solo puede haber dos atletas por país, pero en China consideran que cualquier cosa que no sea oro-plata para sus tenismesistas en todas las categorías olímpicas es un fracaso absoluto.

Es que el tenis de mesa es en China cuestión de Estado y orgullo nacional. El deporte fue inventado en Inglaterra, en el siglo XIX, como un pasatiempo para después de la cena para las familias patricias, pero, como les suele ocurrir a los ingleses, sus intentos de entretener a las elites fueron tomados en otro país y convertidos en un deporte masivo y una obsesión popular. Todo comenzó, cuenta la leyenda, cuando el dueño de una papelería china trajo el juego a Shanghai, a principios de siglo XX. Para 1916, en la ciudad ya había abierto la primera “casa de ping pong”, aunque solo los ricos podían acceder a jugar allí. Pero para 1930, el deporte era “bizarramente popular” entre las fuerzas militares del Partido Comunista Chino, según escribió el periodista estadounidense Edgar Snow en su libro “Red Star Over China”. El primer campeón mundial de cualquier deporte para China fue Rong Guotuan, ganador del Mundial de 1959, momento para el cual el tenis de mesa se había convertido en un juego tan popular como el fútbol por aquí. La aventura de Guotuan no terminó tan bien: la Revolución Cultural terminó su carrera y tres años más tarde, se suicidó.

Sin embargo, lejos estuvo la Revolución de Mao de suprimir el tenis de mesa, que con cada década crecía en popularidad al punto de volverse un símbolo de China. En 1971, el tenis de mesa fue utilizado por el Estado para mejorar los lazos con Estados Unidos, en un evento conocido como la diplomacia del ping pong que vio viajar a 15 jugadores norteamericanos a suelo chino; al campamento de entrenamiento siguieron visitas de Kissinger y Nixon a China. El tenis de mesa como cuestión de Estado.

Ganando la partida de ajedrez
Fue justamente el Estado el que comenzó a promover un exigente sistema de captación de talento y formación que está detrás del desarrollo del deporte sin paralelo en China. Se estima que el país oriental tiene unos 80 millones de jugadores de tenis de mesa, el doble de la población argentina. Hay escuelas dedicadas solamente al deporte, como el China Table Tennis College, hay infraestructura en cada ciudad, entrenadores en cada rincón y oponentes de calidad en cada esquina. Para representar a su país en un Juego Olímpico hay que ser el mejor entre 80 millones de aspirantes al trabajo: los miles de talentos captados en las escuelas chinas, son entrenados en selecciones provinciales desde chicos, y se enfrentan y mejoran unos a otros en bestiales torneos, verdaderas “batallas reales” donde solo sobreviven un puñado. Encuentran en el camino a entrenadores chinos que siguen todos el mismo mapa de ruta trazado por años de experiencia, un largo camino a la excelencia que no pone el foco en los niveles iniciales en los resultados: no se enseña todavía cómo ganar, sino cómo jugar, se concentran en la técnica básica en los niveles infantiles mucho más que en cuestiones tácticas, motivo por el cual en las pocas competencias internacionales a las que acuden (y acuden a pocas porque, de nuevo, el foco no son los resultados en el nivel base, aunque sí hay espectaculares torneos nacionales juveniles con cientos de talentos) los chinos no abruman a su competencia.

Pero entre los 15 y los 16 años llega el momento: quienes han superado las instancias de selección y sobrevivido al entrenamiento empiezan a interiorizarse en las tácticas. Y se convierten en bestias. Son cientos de jugadores que dejan todo, los estudios, la vida social, desde los 6, 7 años, para entrenar en los programas estatales de alto rendimiento: los mejores 10 de esa camada, de esa camada, lucharán por un lugar en el equipo olímpico.

Si alcanzan el tope de la pirámide, encontrarán una especie de programa de mentoreo no oficial de parte de los veteranos de la selección, otro aspecto en el que no los iguala ningún otro equipo: los conocimientos íntimos necesarios para ser campeón olímpico, atleta de elite, que exceden lo meramente técnico o estratégico, se pasan de generación a generación. Es el caldo de cultivo de la excelencia, un círculo virtuoso.

Pero en la cumbre no solo encontrarán mentores y secretos para el éxito: también, una infraestructura imponente, con médicos, científicos para desarrollar adelantos y analizar movimientos, entrenamientos filmados y analizados y videos de todos los rivales y todos los partidos de tenis de mesa del mundo, sobre los cuales decenas de expertos escriben libros enteros dedicados a deconstruir el estilo de los enemigos de la nación china y encontrar sus debilidades. El sueño mojado de Bilardo demuestra una mentalidad distinta en China respecto al tenis de mesa: mientras en buena parte del mundo, en casi todas las instancias de preparación, desde el nivel básico hasta el alto rendimiento, el tenis de mesa es un deporte profundamente amateur, pensado como un juego físico, de reflejos, para los chinos es como el ajedrez, un juego mental que requiere tanta habilidad como sapiencia. La pequeña bola de menos de 3 gramos y 40 milímetros de diámetro (un poco más grande de lo que solía ser: se agrandó para que pueda verse por tevé) vuela de lado a lado a más de 100 kilómetros por hora, motivo por el cual cuenta una leyenda urbana que la NASA afirmó que era el deporte más difícil de practicar (ese estudio nunca fue encontrado). Pero, dicen los chinos, no se trata solo de poder devolver la bola, si no de saber cómo y dónde hacerlo, y poder tomar esa decisión en la milésima de segundo que le lleva a la bola del oponente llegar de nuestro lado de la mesa.

Usina
El sistema es una usina generadora de tanto talento que cientos de jugadores brillantes quedan fuera de las selecciones: hay poco margen para la derrota y la frustración cuando se alcanzan los niveles más altos de la pirámide. Una pérdida ínfima de justeza, una derrota contra un extranjero, cansancio, cualquier razón puede dejarte fuera de un sistema al que cientos pueden acceder: los expulsados han pasado la vida jugando al tenis de mesa y no conocen otro destino, no saben hacer otra cosa. Es así que emigran, en busca de una segunda vida tenismesística.

Y lo hacen de a cientos. A Río 2016, por ejemplo, llegaron 21 países con chinos naturalizados, para un total de 44 jugadores nacidos en el país oriental y compitiendo con otra bandera. La ITTF, que rige el tenis de mesa internacional, decidió entonces establecer mayores restricciones que hacían más difícil a los atletas jugar para otro país apenas mudados. De todas formas, República Dominicana empleó para los Juegos Panamericanos de Lima 2019 a Wu Jiaji sin que el tenismesista chino pisase suelo dominicano o hablase una palabra en español. El chino fue rival de Horacio Cifuentes por la plaza olímpica este año, y el platense consiguió vencer a quien ya era un verdadero cuco en las competencias continentales. Pesadilla similar habrá supuesto Liu Song, el “argenchino” que llegó a ser top 50 del mundo y que ganó el oro panamericano en 2011, único oro panamericano para Argentina en en el deporte en toda su historia.

¿Cae la Muralla China?
Song se terminó enamorando del país y ayudando a desarrollar un deporte que, como en casi todo el mundo, se entrenaba de forma precaria, casi improvisada, sin estructura alguna, con el impulso de algunos entusiastas amateurs. Desde ya, Argentina y el mundo siguen todavía lejos de construir una usina de talento compuesta de millones de jugadores. Pero, poco a poco, el mundo se ha ido acercando a China.

Porque el deporte se ha ido desarrollando a nivel global: antes, los chinos enfrentaban una o dos amenazas capaz de vencerlos; hoy, gracias a la creación de una liga internacional (que ahora se llama, “rebranding” mediante, World Table Tennis, un circuito internacional que quiere convertirse en la ATP del tenis de mesa), los mejores jugadores del mundo tiene roce internacional y exposición al talento chino, además de competencias de gran nivel mundial constantemente. Nadie tiene el talento profundo de China, pero sí hay países con un puñado de jugadores capaces de desafiarlos, y en el país de Asia esto se ha transformado en causal de preocupación, al punto de que en 2017, camino a Tokio 2020, se prohibió la participación de extranjeros en la Super Liga china, una medida que afectó particularmente a los grandes jugadores japoneses y tenía como intención, justamente, dejar de prestar roce y conocimientos al enemigo. El acceso a la liga nunca fue irrestricto: había un tope de jugadores extranjeros que podían participar de los campamentos de entrenamiento y otras actividades desde un año antes de cada Juego Olímpico, pero esta vez la preocupación fue tal que China optó por la prohibición total.

Pero quizás no fue suficiente, según reflejó en mayo el servicio de noticias estatal China News Service, que advirtió que la dinastía china de tenis de mesa se vería amenazada en Tokio, donde sus grandes rivales, los japoneses, serían locales. “Un llamado de atención sobre una crisis importante”, titularon, luego de que una simulación por computadora que mostrara a las principales espadas chinas, que se mostraban inestables en el circuito internacional, derrotadas antes de los partidos por medalla. ¿Había perdido su filo el tenis de mesa chino, daban por garantizadas sus victorias?

El primer evento de tenis de mesa en Tokio 2020 parecía darle la razón a esta teoría: en estruendoso batacazo, los japoneses Mima Ito y Jun Mizutani le robaron el oro del dobles mixto a los chinos Xu Xin y Liu Shiwen, una derrota que generó el tipo de resquemor popular que enfrenta aquí la selección de fútbol ante alguna caída dolorosa. ¡Y encima contra Japón, rival deportivo y político con una larga y amarga historia de guerras y sangre entre ambos! Y en el deporte donde, como afirmó el veterano Wang Wei’an, “perder en competiciones internacionales no es una opción. Es una cuestión de orgullo nacional”.

China encaminó la cosa luego del furcio del dobles mixto con oros y platas en ambos eventos individuales: Chen Meng postergó a Sun Yingsha en la final femenina, y Fan Zhendong, el número uno que sudaba la gota gorda al inicio de este texto, superó al taiwanés Lin en semis, finalmente, para caer en la final contra el mejor jugador de la historia, Ma Long, que volvía de una operación en la rodilla que colocaba un signo de pregunta sobre su nivel, y que se conviritó en el primer tenismesista varón en repetir el oro olímpico (siempre gana un chino, pero hay tantos chinos de elite que nunca gana el mismo).

Pero la historia sigue: el evento por equipos ingresa ahora en zona de semifinales, con China peleando contra los poderosos rivales gestados en el circuito internacional, las dudas sobre su hegemonía y su propia historia, claro, que Juego a Juego carga a sus espaldas como una mochila cada vez más pesada.