Esos raros deportes nuevos

Esos raros deportes nuevos

Fernando Aguerre, el argentino presidente de ISA que acaba de llevar al surf a los Juegos Olímpicos, luce una sonrisa de oreja a oreja por encima de su remera: “Duke’s Dream”, lleva estampada contra el pecho. “El sueño de Duke”, que hace referencia, claro, a Duke Kahanamoku, cinco veces medallista olímpico en natación y gran embajador del surf: el ícono hawaiano, reverenciado como el padre del surf moderno, reclamó desde su primera participación olímpica, en Estocolmo 1912, que el deporte de su tierra natal sea parte del calendario de los Juegos. Entonces, claro, el acto de subirse a una tabla para navegar una ola del océano como competencia era algo virtualmente desconocido fuera de su natal y, como explica David Davis en “Waterman”, biografía del “Duque”, era visto por quienes llegaban a la isla desde el desembarco del explorador inglés James Cook en 1778 como una práctica de bárbaros, ligada a epítetos raciales hirientes, peligrosa y en absoluto ligada a los valores del deporte moderno que surgirían en el siglo XIX: la disciplina, la medición de records, la ambición de competir cada vez más fuerte. El surf era lo contrario, una actividad centrada en el placer, aparentemente imposible de medir, donde la ambición era enfrentarse a la naturaleza más que enfrentar y derrotar a un contrario. 

No extraña que el ingreso del surf en los Juegos Olímpicos haya llevado, entonces, un siglo. Pero hoy el sueño del Duque es remera, y el surf es un deporte global, luego de que desde Occidente comenzaran a visitar las islas y encontraran en la práctica local algo que los envolvió, como describiera Jack London a principios del siglo XX. No es difícil especular con una historia política del surf que trace paralelismos entre la colonización hawaiana, de reino autónomo y silvestre a isla pavimentada para el turismo del mundo, y la domesticación del surf.

Al menos así lo ven los puristas del deporte, gente como Chas Smith, periodista de surf que juega a ser Hunter Thompson, quien en su libro “Welcome to paradise, now go to hell” intenta revelar el lado salvaje del surf y de Hawai como un acto de rebelión contra lo que él ve como una comercialización de todo lo bueno. Smith ve en Kolohe Andino, surfista estadounidense, el emblema del surf del siglo XXI, un “atleta” (ya todo un insulto) criado para el “alto rendimiento” (otro insulto) por su padre, que olió dinero en la expansión global del deporte. Es un deportista, dice Smith, la antítesis de John John Florence, un surfista puro y hawaiano (esto es fundamental en el relato de Smith: Florence es autóctono, auténtico, Andino es parte de la colonización). John John, campeón mundial en 2016 y 2017, tuvo desde su infancia a Pipeline, ola emblemática de la isla, como el patio de su casa. Literalmente. La casa familiar enfrenta a una de las olas más visitadas y veneradas por el surf.

Florence y Andino están ambos compitiendo en Tokio (de hecho, se enfrentarán esta noche en la segunda ronda de la acción en Tsurigasaki). Pero Florence no lucirá, como lo hace en la World Surf League, la bandera de Hawai: la WSL reconoce el sitial de Hawai en el mundo del surf y su papel en inventar del deporte, en dirección contraria a la decisión del COI contra un movimiento que reclama soberanía para tener un equipo de Hawai.

Todos estos “raros deportes nuevos” tuvieron que ceder algo para ser parte del autobús olímpico. La escalada deportiva ya es un deporte que adapta la actividad no competitiva de triunfar ante la naturaleza (“la conquista de lo inútil”, diría Lionel Terray, mítico alpinista, el primero en conquistar el Fitz Roy) a un formato que permite medir, competir, entregar trofeos: un formato de deporte moderno, proceso similar al que realizó el surf para ser puntuable y construir su propio circuito internacional que permitiera a los bohemios de las tablas vivir de la actividad. Ahora, para ingresar en el olimpismo, la escalada tuvo que reformular su propio formato: el deporte entregaba en sus Mundiales una medalla por disciplina, dificultad, bloques y velocidad, lo que generó en 16 ediciones el desarrollo de especialistas en cada uno, pero ahora entregará una para el mejor en las tres competencias, desnaturalizando fuertemente la competencia. Ayer, se desarrollaron unas magníficas primeras finales olímpicas de street skate, con los competidores ataviados en los uniformes de su país, que parecían sacados de Wimbledon.

Quienes se resisten a esta “legitimación” de sus deportes dicen que estas modificaciones son síntoma de cambios que le quitan el alma a sus actividades. Se sienten un poco traicionados: el surf, el placer de la bohemia playera, una práctica vagabunda y marginal, ahora es respetable, parte del negocio del deporte global; el skate, un deporte en el que la regla número 1 es que no hay reglas, pasó de romper la Matrix en “Animatrix” a vestirse de blanco para los Juegos Olímpicos: algunos skaters temen que la etiqueta de deporte olímpico le costará su libertad, espontaneidad y el alma a un deporte que nació en las calles, y argumentan que el skateboarding es un estilo de vida y temen perder su esencia. La escalada dejó de realizarse sobre montañas y riscos peligrosos, para pasar a un cuarto cerrado donde se suben unos pocos metros, sostenidos por arneses de seguridad, donde el riesgo, parte de ese espíritu de ir contra los límites de la naturaleza, de conquistarla, queda eliminado. Todo, en nombre de dotar a estas prácticas de visibilidad global, es decir, de patrocinadores. Pero, ¿quieren estos deportes ser legítimos, o es acaso su condición marginal, su estilo de vida alternativo, lo que los dotaba de vitalidad de furia? Ese es el corazón del debate interno.

Pero desde ya, los Juegos Olímpicos no tienen la culpa, al menos no toda: todos estos deportes iniciaron tiempo antes su proceso de comercialización, como una forma de sobrevivir en una actividad que no tenía torneos, sponsor, nada. La alianza del deporte alternativo con las pantallas, en busca de visibilidad y unos morlacos, lleva décadas: el skate y el surf inventaron la promoción “do it yourself” con videos caseros donde mostraban sus habilidades, videos que hoy auspicia Red Bull y se ven por YouTube, otra clave de la expansión global: el surf, un deporte difícil de televisar (es un deporte con largas esperas por las olas, y menos espectacularidad que la que prometen los cortos promocionales, como en aquel partido de fútbol de “Los Simpson”), creció en popularidad gracias a nuevas tecnologías, desde cámaras subacuáticas a redes sociales, que permitieron mostrar la vida y el talento de los surfistas como nunca antes. Allí comenzaron a llegar las marcas grandes, como Nike, atraídas por el marketing de lo alternativo. 

Antes, en los 80, en los 90, sobrevivieron como pudieron, con períodos de mayor visibilidad y otros de agonía. Llegarían entonces los X Games, de espíritu más salvaje, menos domesticado que los Juegos Olímpicos, pero también un espectáculo global que mercantiliza la esencia de estos deportes y la transforma en el proceso.

ESPN vio el potencial de estas juventudes que no tenían pantalla y creó unos Juegos a su medida. El Comité Olímpico Internacional tomó nota, pero todo era todavía demasiado desorganizado, caótico, salvaje, para ellos, en aquel final de siglo XX. En sus primeras ediciones, además, los X Games eran un evento chico, con poco dinero en juego y una organización rústica. Pero, en apenas una década, los Juegos se convirtieron “libra por libra en el más valioso emprendimiento del deporte televisado”, y un favorito de las marcas “ansiosas por llegar a la elusiva audiencia de entre 12 y 19 años”, escribía en 2004 el economista Monte Burke en Forbes. En apenas cuatro años, los Juegos habían aumentado 150% su audiencia, impulsado el nacimiento de ESPN2 y generado una increíble cantidad de productos que se vendían con el logo de los X Games adherido, desde DVDs hasta helados. El negocio, además, es redondo: los Juegos los organiza ESPN, por lo cual no tiene que pagar nada por los derechos televisivos. Es todo ganancia para el canal. 

El despegue fue pronunciado en Estados Unidos porque la juventud norteamericana quería ver los deportes que practicaba en su barrio, en lugar de, por ejemplo, una competencia de esgrima. Eran, además, deportes con una lógica diferente: no solo eran breves y espectaculares (y rebeldes, característica irresistible para las marcas), sino que tenían un espíritu amateur, atados con alambre, un sabor a una reunión de amigos algo desquiciada, una cercanía que el deporte tradicional e hiperprofesional ya no transmitía. Y llegaban, además, imbuidos de nuevos valores: ya no importaba tanto para las nuevas juventudes ser “más rápido, más alto y más fuerte” como experimentar, ser parte de una comunidad, divertirse. 

El desembarco en el resto del mundo, sin embargo, fue un proceso más lento: los deportes urbanos no se habían instalado en todo el planeta de la forma exitosa que ya lo habían hecho en Estados Unidos, con décadas de desarrollo. En Argentina, por ejemplo, los jóvenes también querían ver el deporte que practicaban en el barrio, pero ese deporte seguía siendo el fútbol. Recién esta generación ha visto una verdadera ampliación de las prácticas urbanas emergentes, y todavía sigue siendo una actividad incipiente. Sin embargo, con el impulso de su compañía madre, ESPN empujó a la globalización del deporte extremo, llevándolo a otros mercados clave, particularmente el asiático. Red Bull hizo lo mismo con otras actividades extremas, y ambas expansiones se vieron favorecidas por el alcance global que les permitió internet: la expansión de trucos y marcas en las pruebas que durante años se hacía a través de videos caseros que se vendían de forma local, llegaba de repente a todo el mundo, cimentando la comunidad global del deporte extremo con gran velocidad desde el cambio de siglo. 

En paralelo, la audiencia de los Juegos Olímpicos caía. Y envejecía, algo que no le gusta demasiado a las marcas: el consumidor es joven, y las marcas quieren adherirse además a lo joven, lo fresco, la tradición no vende tanto. Comenzó la presión, entonces, para el Comité Olímpico, de renovarse. Justo en ese momento, Fernando Aguerre golpeaba a las puertas, junto a representantes de la escalada y el skate, para entrar en el circo olímpico. El ingreso fue paulatino, con el ingreso de algunas actividades como el snowboard a los Juegos de invierno, que dotaron de nuevos bríos a un evento casi muerto, marcando el camino, y con algunos deportes probándose en la arena de los Juegos Olímpicos de la Juventud, y otros, como el surf, siendo rechazados un par de veces antes de recibir la bendición olímpica. 

Hasta Tokio: finalmente, el surf, el skate, la escalada, también el BMX freestyle, son olímpicos. En condiciones no tan favorables, como unas olas bajas y revueltas para el surf, o el silencio en lugar del bullicio para el skate por la falta de público, han alcanzado la legitimidad olímpica, la vidriera más grande del mundo, y tienen permiso para ir más rápido, más alto, más fuerte. Algo que levantaría las cejas del alpinista Maurice Herzog, que alguna vez dijo que “no es quien más alto llega, sino aquel que, influenciado por la belleza que lo envuelve, más intensamente siente”.