Tokio en problemas. Parte 4: Doping!
Mi villano favorito
Rusia no estará en Tokio 2020, pero habrá más atletas que en Río 2016: la paradoja se debe a la compleja trama que envuelve al país y a la Agencia Mundial Antidopaje desde que, entre la espada y la pared, Grigory Rodchenkov huyera de Rusia y revelara un extenso plan estatal para dopar a sus atletas. Rodchenkov, carismático protagonista del oscarizado documental “Ícaro”, no era el testigo más fiable, desde ya, pero buena parte de lo que dijo fue corroborado en 2016 por el Informe McLaren, que tras hallar un escenario digno de las novelas de Max Otto von Stierlitz, el James Bond soviético, recomendó que dejen afuera a Rusia de Río. El Comité Olímpico se negó, pidiéndole a cada federación que tome determinaciones individuales que tuvieran en cuenta las sospechas y el pasado de cada uno de ellos: la delegación rusa perdió 111 atletas, pero consiguió llevar a tierras cariocas unos 280 deportistas.
Las sanciones se profundizaron de cara a los Juegos Olímpicos de Invierno de 2018, a los que no viajó Rusia sino Atletas Olímpicos Rusos (así la denominación del equipo de deportistas que fueron liberados de sospecha y a los que se les permitió participar): a Tokio llegará el Comité Olímpico Ruso. La palabra “Rusia” no podrá ser utilizada en los uniformes, pero los colores serán los patrios; no sonará el himno, sino música de Tchaikovsky. Para quienes dicen que las sanciones a Rusia son puestas en escena, ver los uniformes oficiales del COR fue la prueba fehaciente de que tienen razón: la Agencia Mundial Antidopaje aplica sanciones que dejan abierta la puerta a que los atletas que no hayan sido manchados por el escándalo de dopaje estatal compitan, pero por supuesto que hay atletas libres de sospecha, teniendo en cuenta que la evidencia fue destruida repetidas veces, como demostró cada investigación de AMA. La última, en 2019, parecía ser el principio del fin del conflicto: Rusia abrió sus laboratorios a la Agencia y prometió colaboración, pero en seguida AMA encontró señales de manipulación. Un año más tarde, decidió que lejos de haberse rehabilitado, Rusia necesitaba cuatro años de prohibición olímpica para considerar lo que había hecho seriamente. El país apeló al Tribunal de Arbitraje Deportivo, que redujo la pena a dos años, y que ya en el pasado ha dado vía libre a las competencias a atletas señalados por Rodchenkov, a quien consideran poco fiable. Los atletas rusos no sancionados directamente por dopaje estarán en Tokio: solo sus equipos de atletismo y halterofilia fueron recortados a partir de sanciones de esas federaciones deportivas, no de AMA.
“Es una puerta giratoria”, denunció el periodista Craig Lord, al ver que el TAS autorizaba a dos nadadores rusos (Veronika Andrusenko y Alexandr Kudashev) a competir en Tokio a pesar de anteriores sanciones por doping. El escenario está servido para que en Japón haya muchos émulos de Lily King, de Mack Horton, que se niegan a reconocer a atletas “con asterisco”: Rusia es otra vez Iván Drago, el soviético enemigo de Rocky y Apollo, encarnaciones del sueño americano, que se daba con todo lo que había al alcance mientras el Semental Italiano entrenaba con troncos que él mismo talaba en las gélidas montañas comunistas. Una narrativa poderosa, que le permitió a Estados Unidos justificar su rol de policía del mundo, también en el deporte: los del norte aprobaron en 2020 la Ley Rodchenkov, que autoriza a la Agencia Antidoping de Estados Unidos a investigar y perseguir casos de atletas en cualquier competencia en la que haya intereses (deportivos o económicos) norteamericanos. Una colisión absoluta de intereses, teniendo en cuenta que el valor de AMA es ser un organismo que trasciende naciones, pero, claro, Estados Unidos amenazó con desfinanciar al organismo si se oponía a la nueva norma. Las famosas “sanciones económicas”.
Es curioso que la Ley Rodchenkov abarca a todo deporte que esté atado a las reglas de AMA, por lo que quedan exentas las grandes ligas de Estados Unidos, desde la NBA a la NFL, “una industria dopada y protegida de 500.000 millones de dólares”, como señaló Ezequiel Fernández Moores: hay que combatir el doping en todo el mundo, menos en casa. Una postura para nada novedosa de parte del Bloque Occidental, habituado a minimizar sus propios escándalos (y maximizar los del enemigo geopolítico, sea la Unión Soviética, sea Rusia, sea China): ¿hay que seguir recordando que Carl Lewis dio tres veces positivo antes de los Juegos de Seúl 88, y el propio comité olímpico del país del Norte eligió barrer bajo la alfombra los informes? ¿Hay que seguir señalando a Marion Jones, a Lance Armstrong? ¿A la MLB, que hizo la vista gorda mientras sus máximas estrellas sacaban la pelota del estadio con brazos energizados por esteroides? Medios internacionales revelaron este año que la Agencia Antidoping de Reino Unido permitió a la federación de ciclismo investigar sus propios positivos, de cara a los Juegos de Londres 2012, evento sospechado luego de que hackers rusos filtraran una serie de documentos que mostraban todo tipo de “excepciones terapéuticas” para atletas británicos, que les permitieron ingerir sustancias que potenciaron su rendimiento: aunque el hecho se investiga, nadie imagina que se deje sin Juegos a Reino Unido. Tampoco hubo demasiado ruido luego de que se revelara que Alberto Salazar, que conducía el Oregon Project de Nike, aliado estadounidense del deporte, había infringido reglas antidopaje. Nike cerró el proyecto de alto rendimiento, luego de que la agencia antidopaje local indicara que no había evidencias de doping orquestado, tras encontrar evidencias de las acusaciones que pesaban sobre Salazar, inyecciones de aminoácidos para quemar grasa, experimentos con testosterona y documentos médicos falsificados. En el proyecto entrenaba, entre otros, Mo Farah.
La guerra por otros medios
El deporte global siempre fue un campo de batalla extendido (“la guerra por otros medios”, como decía Carl von Clausewitz de la política) para que las potencias mundiales midan sus… modelos. Una carrera farmacológica que se libró durante los años más crudos de la Guerra Fría en paralelo con las carreras espacial y armamentística, parte de su rivalidad científica. Como escribió John Longman en el New York Times, se trataba de ver si “nuestras bombas atómicas están alimentadas de mejores esteroides que sus bombas atómicas”.
Pero además, el doping no es una aberración del sistema, sino parte de un sistema que empuja a sus atletas a ir, siempre, más rápido, más alto, más fuerte, incluso cuando el cuerpo no da más. El dopaje fue tolerado, incluso incentivado, durante buena parte de la historia olímpica. Ya en 1904 Thomas Hicks ganó la maratón ingiriendo una mezcla de un veneno, estricnina (o sulfato de estricnina, según las versiones), brandy y huevos crudos, sin ocultar lo que hacía: muchos de los “estimulantes” le fueron dados durante la carrera por sus entrenadores. Y al término de la carrera, incluso, la autoridad deportiva de Estados Unidos, Charles Lucas, declaró: “La maratón, desde el punto de vista médico, ha demostrado que las drogas son de gran beneficio para los atletas”.
Claro que aquel caso también mostró los peligros de las drogas: Hicks atravesó la meta y colapsó. Sobrevivió, una suerte que ocho años antes no había tenido el ciclista galés Arthur Linton, el primer muerto por dopaje de la historia del deporte debido a una combinación letal de cocaína, cafeína y estricnina bajo la tutela de su entrenador, que les daba a sus pupilos “botellas mágicas”. Hicks llegó un poco más entero a la meta: vivo. Lucas describió la piel descolorida, los ojos hundidos y sin brillo, el cuerpo pesado y duro de Hicks al final de la carrera, pero celebró esa persecución de llevar al cuerpo al extremo por todos los medios posibles, afirmando que el atleta debería ser considerado un héroe por poner su cuerpo en riesgo en servicio de la nación. Un discurso que replicaba lo dicho por el propio Barón de Coubertin, fundador de los Juegos, y que, de forma velada, recorrería todo el siglo XX.
No había en aquellos años reglas que prohibieran el dopaje. no era trampa. “Los atletas operaban bajo la premisa de que lo que no estaba prohibido era permitido. Los atletas hasta les contaban a sus amigos de sus descubrimientos, y así el uso se expandía”, como contó Richard Pound. Había algunas voces que se oponían al uso de sustancias químicas para elevar el rendimiento, pero no fue hasta que la muerte ocupó el escenario principal de un Juego Olímpico que la necesidad de regular el consumo se volvió evidente: el 26 de agosto de 1960, cuando Knud Jensen, ciclista danés de 23 años, se cayó de su bicicleta y se fracturó el cráneo. Su entrenador y la autopsia revelaron que el atleta había ingerido roniacol, un vasodilatante que le habría producido el desmayo fatal.
El tema que el COI desestimaba hasta entonces se volvió central: así, en 1963 se alcanzó una primera definición oficial de dopaje, amplia, ambigua, y en 1964 la Comisión Médica del COI realizó algunos testeos. El debut oficial del antidoping fue en 1968, un desembarco que se dio junto al testeo de sexo, en medio de la paranoia de la Guerra Fría llevaba a todo tipo de acusaciones cruzadas entre soviéticos y estadounidenses. Solo 2 de los 670 atletas testeados dieron positivo, pero se encontraron rastros de sustancias químicas no identificadas en más de la mitad.
Pero nadie quería hacerse cargo de testear a los atletas fuera de los Juegos. El COI pasó la pelota a las federaciones locales, lo cual, claro, presentaba un conflicto de intereses que subsiste al día de hoy, y así, sin ningún esfuerzo real por frenar el dopaje, los experimentos químicos reinaron en el deporte durante décadas, habilitando inclusive programas organizados como el atroz Plan 14.25 que llevó a Alemania del Este a la elite deportiva: 10 mil atletas seleccionados a través de criterios biométricos y luego sujetos a una fuerte experimentación química, en un proyecto controlado por la policía secreta.
Nada ha cambiado demasiado: como Rusia hoy, aquel horror ocurrido en Alemania Oriental “ha entorpecido la exploración de las maneras en que el doping se desarrolló en paralelo con la globalización durante y después de la Guerra Fría. El doping fue, y es todavía hoy, un sistema global”, según escriben Besnier, Bronwell y Carter en su libro “Antropología del Deporte”. De hecho, mientras Estados Unidos presionaba desde los foros mediáticos para que se persiguiera al “milagro” alemán, sus propios atletas reconocían sistemas organizados para el dopaje en su país, orquestado desde las federaciones, con todo el mundo jugando al distraído. En 1968, por ejemplo, el decatleta Tom Waddell declaró que un tercio del equipo de atletismo utilizaba anabólicos. Y una encuesta no oficial previa a los Juegos de Múnich 1972 señaló que el 68% del equipo norteamericano utilizó en algún momento algún tipo de anabólico.
Mirar para otro lado
Recién tras “la carrera más sucia de la historia”, en Seúl 88 (con la mayoría de los finalistas de los 100m atrapados por dopaje, y el caso Lewis silenciado), el Comité Olímpico comprendió que debía encargarse del asunto, y aún así pasaron 11 años hasta que se estableció la Agencia Mundial Antidopaje, que perseguía por el mundo a los atletas. Hecha la ley, hecha la trampa: los atletas se pusieron creativos, ocultaron orina limpia en el freezer, encontraron junto a sus entrenadores formas de dopaje que pasaban inadvertidas, y las posibilidades de AMA quedaron rápidamente limitadas, mucho más si se tiene en cuenta que aunque tiene testeadores independientes pero depende de los laboratorios y agencias locales. Y muchas, como la rusa, como la estadounidense en 1988, están dispuestas a mirar para otro lado.
Es que en definitiva es lo que le conviene al negocio: como decíamos cuando escribimos sobre las zapatillas mágicas, el deporte vive del espectáculo, de los records, de los límites que se quiebran. A veces es mejor no indagar si algo que ocurrió es demasiado bueno para ser cierto: los deportistas llegarán a Tokio tras un año de numerosos escándalos de dopaje que pasaron bajo el radar, pero, potencialmente, muchos menos de los que podrían haber sido descubiertos si se hubiera testeado al ritmo habitual. La pandemia encerró a atletas y testeadores en sus casas, y durante meses la cantidad de pruebas antidopaje se redujeron de unas 25 mil por mes a menos de mil. En diciembre de 2020, se testearon unos 7 mil atletas, contra 26 mil el año pasado. Durante el año pasado, además, 33 países dejaron de testear por la pandemia. Nick Harris, que elaboró el informe, especuló que entre 800 y 1.500 atletas podrían haber evadido ser descubiertos gracias a las interrupciones en el control: ¿algo de lo que veremos es real?, se preguntó. ¿Es algo dramática su pregunta? Seguro. Pero parece claro: nosotros (yo, al menos) estamos interesados en desestimar la incómoda pregunta rápidamente, en considerarla una exageración. Quizás nosotros también queremos mirar para otro lado. ¿No?