#Santiago2023 / Guerra de zapatillas
El espectador observador se habrá dado cuenta de que varias, muchas, de las zapatillas con las que se corrió la maratón, durante el primer domingo de Juegos Panamericanos, eran similares. Muy similares. Tenían, a la vez, un aire, y la misma “pipa”, que esas que lució Kelvin Kiptum hace poco más de dos semanas, cuando, casi sin quererlo, sin proponérselo, batió el record mundial de maratón, bajando desopilantes 34 segundos respecto a la marca de Eliud Kipchoge. Y Kipchoge es, a la vez, el primero en lucir ese calzado hoy cada vez más característico.
Pero la ganadora de la maratón femenina de Santiago 2023, la mexicana Citlali Moscote, que superó en épico cierre a la argentina Florencia Borelli, llevaba Adidas. Las Adidas Adios Pro Evo 1, las mismas que lucía Tigst Asseefa el mes pasado, al batir el record mundial en Berlín. Las tres tiras crearon el modelo para responder al “superzapato” original de Nike, la Vaporfly. Entonces, la “pipa” puso en los pies de Kiptum un prototipo que se pretende superador, la NikeDev163 (todavía sin nombre para la venta): nada mal comenzar batiendo la plusmarca mundial para continuar lo que ya es, evidentemente, un nuevo episodio de las guerras de los zapatos.
Todo comenzó con la Vaporfly. La superzapatilla de Nike apareció en 2016, con un diseño innovador que utiliza una placa de carbono en medio de una suela de un material similar a la goma eva, una espuma de receta secreta: el resultado era una zapatilla ultraliviana, condición de todo calzado de corredor en el siglo XXI, pero con una especie de efecto “resorte”, mínimo, pero que multiplicado a lo largo de 42 kilómetros conseguía un ahorro de energía de hasta 4% en la marca. Una bestialidad.
¿Doping tecnológico? Mientras World Athletics (entonces la IAAF, sigla que cambió la rectora del atletismo mundial para lavar la imagen) estudiaba la zapatilla, ocurrieron dos cuestiones: la primera es que en 2019, 31 de 36 corredores que ocuparon podio en las grandes carreras del calendario usaron Nike; la segunda es que Kipchoge consiguió bajar, con una versión superadora de la Vaporfly, la Alphafly, las dos horas en la maratón, barrera mítica, considerada por muchos infranqueable.
La marca no fue homologable porque el keniata consiguió romper la frontera en una carrera organizada para la ocasión, en un terreno completamente chato, con liebres (corredores que marcan el paso) entrando y saliendo para impulsar a Kipchoge a lo largo de dos horas, y hasta un auto marcando cuál era el ritmo que tenía que mantener. Inaceptable, según las normas del atletismo, para reconocerlo como marca.
No importaba demasiado, claro: el evento fue diseñado por Nike para vender zapatillas, una estrategia de marketing que funcionó a la perfección, al punto de que hoy, en la Argentina del dolar a mil pesos, se pueden ver corredores amateur luciendo las carísimas Nike para mejorar sus marcas de domingo un 4%.
La reciente marca de Kiptum, en condiciones homologables, ratifica una idea: las 2 horas, hasta hace un lustro consideradas un salto cuántico, son hoy gracias a la tecnología una frontera al alcance de los pies. Justo lo que necesitaba el atletismo, desde ya, para sostener su popularidad en la era post-Bolt: ¿cómo iba World Athletics a prohibir el zapato que los devolvía a las primeras planas, que estiraba el límite de lo posible?
El deporte es, hoy más que nunca, parte de la industria del entretenimiento: hay que capturar la fugitiva atención de un espectador con opciones infinitas, a diferencia de la evolución de las marcas, que es más bien finita. Las marcas no se pueden mejorar eternamente, la maratón no se puede correr en 10 minutos, ni los 100 metros se pueden recorrer en 4 segundos. “Estamos cerca del límite”, escribió Ed Caesar en “Dos horas”, el libro que explora las posibilidades de que el hombre recorra los míticos 42,195 kilómetros en menos de dos horas. Pero lo planteado por Caesar parece hoy material descartable. El autor y corredor publicó el libro en 2016, cuando el récord mundial estaba en 2:02,57; bajar dos minutos, del 2:04,55 de Tergat a la marca de Kimetto, había llevado once años, y el autor especulaba que bajar dos minutos más debería llevar el doble de tiempo, teniendo en cuenta que, mientras más cerca del límite, más difícil. No previó a los superzapatos: dos años más tarde, Kipchoge bajaba dos minutos el récord, a 2:01,31, marca que llevaría luego a 2:01,09 y que Kiptum llevó a 2:00,35.
Las zapatillas han sido protagonistas del deporte desde los tiempos de Adolf Dassler, el padre de Adidas, pionero en el marketing deportivo: quería que los atletas ganadores vistieran sus zapatillas, ligar su éxito a su imagen. Compitió por el monopolio del atletismo con su hermano, fundador de Puma, y su hijo Horst convirtió al marketing deportivo en uno de los pilares de la riqueza olímpica. De hecho, Horst fue uno de los arietes para convertir al olimpismo en un megaevento, con marcas, atletas profesionales y tevé: una historia que se remonta a otra guerra de zapatillas que, empezamos a ver, son más que calzado, atraviesan, reflejan e inciden en la historia moderna del deporte.
La cuestión: los Dassler trabajaban en el deporte desde hacía décadas. Fueron los primeros en empujar de forma activa y agresiva (con todo tipo de estrategias, como sobornar a los trabajadores del puerto para que no lleguen las zapatillas de la competencia) a los atletas a usar sus productos, entendiendo que la foto del ganador enfundando Adidas valía todos los esfuerzos. Incluso, en secreto por obvios motivos, Adi Dassler, padre de Horst, creó zapatillas especiales para que Jesse Owens corriera con Adidas en Berlín 36.
Adidas controlaba el atletismo, pero la compañía rival Puma (no eran rivales solamente comerciales: Puma había sido fundada por Rudolph Dassler, hermano de Adolph Dassler, padre de Horst) decidió en la temporada de 1968 entrometerse y ganarse un lugar: lo hizo con un zapato para velocistas que en lugar de tapones tenía una especie de cepillo metálico en la suela, que brindaba mayor estabilidad y agarre. Adidas utilizó sus influencias para conseguir que no se permita correr con la novedosa zapatilla, en unas guerras comerciales tan escandalosas que acabaron con Avery Brundage, entonces presidente del COI, decidiendo que los logotipos de las prendas irían cubiertos.
El siguiente presidente, Lord Killanin, sin embargo, flexibilizaría la medida, mirando hacia otro lado: entendía que el mundo cambiaba y que el movimiento olímpico iba a necesitar del dinero de las corporaciones para sobrevivir. Killanin también modificó otra regla fundamental de Brundage, que había decidido que el COI no tuviera nada que ver con el dinero de la tevé, un monto que crecía Juego a Juego: el público estaba cada vez más interesado en esta guerra deportiva, particularmente en Estados Unidos. Los derechos de Múnich se habían vendido por 17 millones; Montreal, por 34; la NBC había pagado 85 millones por transmitir Moscú, antes del boicot; Los Ángeles llevaría la cifra a 225 millones.
Los números no solo dan la razón a Killanin, sino que demuestran la visión de Dassler: los Juegos se habían convertido en una gran vidriera para todas las marcas, no solo para Adidas.
De hecho, fue otra marca de zapatillas la que comenzaría por aquellos años a aprovechar esa vidriera: Nike nació en conjunto con la suela con forma de waffle (de hecho, era creada en una waflera) que creó Bill Bowerman, entrenador de la Universidad de Oregon y cofundador de la empresa de zapatillas que se volvería la marca líder del deporte, en base a innovaciones tecnológicas que brindaban ventajas deportivas.
Un asunto clave en la evolución del deporte: el ingeniero deportivo Steve Haake investigó la contribución de la tecnología en las actuaciones olímpicas, y encontró que la tecnología por sí solo podía explicar una mejora del 30% en el lanzamiento de jabalina y el salto con garrocha (las garrochas de fibra de vidrio reemplazaron a las metálicas, más pesadas, menos flexibles, y por ejemplo ayudaron a los atletas a romper 19 plusmarcas mundiales en la década desde su aparición, en 1961). En el ciclismo, calculó, 100% de la mejora del 221% en el récord de la hora se debe a la mejora en el aerodinamismo de las máquinas.
Y por supuesto, el caso más emblemático es el de las mallas Speedo LZR: hechas de poliuretano, abrazaban al cuerpo hasta 70 veces más que las mallas tradicionales, y su material aumentaba la flotabilidad del nadador, que de esa forma conseguía deslizarse por el agua con mucha menor resistencia del vital elemento y, claro, gastar mucha menos energía al hacerlo. No fue sorpresa que en Beijing 2008 el 98% de las competencias fuera ganadas por los atletas auspiciados por la marca. En un año, se bajaron 168 récords mundiales y, claro, las mallas fueron finalmente prohibidas por otorgar una ventaja injusta.
Las guerras, se sabe, hacen evolucionar la tecnología: en el deporte ocurre lo mismo. En esta guerra: Nike incluso afirma con orgullo que solo usar las zapatillas permite una mejora de la marca de hasta 4,2%, sin lugar a dudas una “ventaja injusta”, que es lo que indica la regla antidopaje sobre los casos a prohibir. La respuesta de Nike a estas críticas es que sus zapatillas no devuelven más energía que la que el corredor expende, aunque, claro, la ventaja estaría dada por la energía que permite conservar, en lo que hace el zapato con esa energía.
La competencia ya cesó las quejas: entendió que ahora lo que precisa es tener su propia versión del supercalzado ganando carreras. Las guerras no se pelean en los tribunales sino en el campo de batalla: las pruebas de pista son escenarios del feroz duelo entre marcas, por un botín millonario, el de los corredores de fin de semana.
Al principio, vestir a los atletas se trataba de vender a los atletas: si tu rival usaba un calzado que le daba ventaja, lo ibas a querer. Pero el mercado se amplió: hoy, los atletas muestran los productos que luego salen al mercado, para el corredor ocasional, que prolifera en plazas y parques gracias a un trabajo de marketing. El llamado boom del running.
Un estilo de vida, con un conjunto de valores que parece evangelizar a sus fieles, que militan con fervor la superación del yo: solos en la ruta, los corredores se baten a duelo contra sí mismos. Hay algo romántico, monacal; también algo individualista, ligado a ese universo de valores que promueve el perfeccionamiento del individuo con frases de coaching y autoayuda. ¡Sé tu mejor versión!
“El running es una de las prácticas atléticas globales con más crecimiento en los últimos años. Es un deporte individual, simple, que no requiere de muchos recursos
ni formación para practicarse, tiene impactos positivos inmediatos en la salud, por lo que genera cada vez más adhesión”, escribe Nemesia Hijós, investigadora del movimiento que capturó en la última década miles de adeptos en el país.
“El contexto de globalización y el capitalismo sientan las bases para que el mercado haga rédito de esta práctica y la transforme en un escenario de consumo, plausible de ser exponenciada. Es así como hoy las industrias deportivas pautan que para salir a correr uno necesita un calzado especial según su pisada, un short liviano y una remera Dri-FIT. O que para sumarse a la “comunidad runner” uno precisa un complemento tecnológico como el Ipod, con una aplicación determinada que le simpliicará la planiicación de sus ejercicios, la lista en Spotify con ‘música motivadora’ o el reloj Garmin para contar los kilómetros recorridos y el ritmo de la carrera. Las marcas no solo han desarrollado productos “para el corredor”, sino que también han generado la necesidad en ellos, lo que los lleva a creer que requieren de tales elementos para realizar este deporte”, relata el mecanismo Hijós.
Podríamos discutir la idea de que el running es una práctica que “no requiere de muchos recursos”. Correr por ocio ya es marca de una clase social que dispone del tiempo para hacerlo; correr por convicción, por ese afán de perfeccionarse, corresponde directamente a un universo ideológico particular, bien provisto de recursos. Eso, claro, sin entrar en el costo que tiene el calzado adecuado para la faena.
En este sentido, Luis de la Cruz Salanova se despacha contra ese movimiento masivo de corredores en “Contra el running”, donde entiende al fenómeno como una metáfora del mundo actual: individualista, adicto al movimiento continuo, rápido e inestable.
Lo que está claro es que Abebe Bikila nos queda lejos. Lejísimos. Bikila, el primer africano en ganar la maratón olímpica, ingresó en una noche romana en 1960 y atravesó el Arco de Constantino para colgarse la medalla… descalzo.
Una afronta al incipiente comercialismo de los Juegos Olímpicos, duró poco. Bikila repitió la hazaña de correr los 42,195 más rápido que nadie cuatro años más tarde, en Tokyo, ataviado en unas Puma Osaka hoy icónicas, después de una feroz guerra de marcas con Onitsuka.
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