Tokio en problemas. Parte 5: ¿Los Juegos de la inclusión?
Igualdad, ¡al fin!, clama el COI: en Tokio 2020 el 49% de les atletas serán mujeres, 4% más que en Río, y tres años después de que Buenos Aires 2018 se convirtiera en el primer Juego Olímpico con igual representación en todos los deportes en varones y mujeres. El COI espera elevar la cifra a un 50% redondo para París, mientras se felicitan por tener un juramento olímpico mixto, por primera vez, un gesto simbólico importante aunque tardío y demagógico. Mucho más relevante para la historia de las luchas de género en el deporte es la inclusión, por primera vez en la historia, de una atleta trans: la neozelandesa Laurel Hubbard fue elegida por el Comité Olímpico de su país (NZOC) como miembro del equipo femenino de halterofilia y participará en la categoría +87. Es curioso que de esos mismos Juegos “inclusivos” no será parte Caster Semenya, la sudafricana que con sus triunfos desató un tórrido debate en el seno conservador del deporte en torno a los niveles naturales de testosterona que puede tener una atleta.
Testosterona es la palabra clave: Hubbard tuvo que bajar durante 12 meses sus niveles de testosterona a 10 nanomoles por litro para estar en Tokio, exigencia similar a la que le hicieron a Semenya desde World Athletics (el COI no pone las reglas: delega ese poder en las federaciones, que determinan las reglas para ser parte de sus competencias). La dos veces campeona olímpica y tres veces campeona mundial irritaba con un cuerpo que salía de la norma, y los gobernantes, blancos y varones, del deporte, decidieron intervenirlo: su primer título mundial, en 2009, llegó con un alto grado de escrutinio, documentos filtrados a los medios y llenos de inexactitudes y sensacionalismo, todo tipo de acusaciones.
Desde entonces, Semenya pasó casi tanto tiempo en la pista como defendiéndose ante la opinión pública y en los juzgados del deporte: le obligaron a realizarse tratamientos para reducir su nivel de testosterona, hubo apelaciones, nuevas mediciones, reglas provisionales. En total, en sus doce años ganando, solo corrió durante tres libre de restricciones. El último juego de reglas llegó en 2018, cuando le dijeron que para competir en distancias menores a la milla, debía reducir sus niveles de testosterona con medicación, inyecciones o cirugía. Semenya, harta, se negó. Y por ello no compitió en 800 y 1.500, sus distancias: en lugar de ello, intentó clasificar en los 5.000. Sin éxito. Y adiós Tokio.
Testosterona
Semenya tiene un nivel más alto a la norma de testosterona (no presenta características cromosómicas asociadas a la masculinidad, sino que es hiperandrógina, al presentar una tasa elevada de hormonas sexuales masculinas; entra dentro del espectro “intersex”, aunque ella se consideró siempre mujer). Pero, ¿quién dice que es por eso que gana? ¿Quién determina que no es una ventaja similar a tener brazos largos en natación o básquet? ¿Quién determina lo que es anormal y lo que es extraordinario?
Eso mismo se preguntó Dutée Chand, velocista india también sospechosa que cuando la mandaron, en 2015, a reducir su nivel de testosterona, apeló ante el Tribunal de Arbitraje Superior del Deporte, y pidió que el cuerpo que rige el atletismo (entonces, la IAAF, hoy World Athletics) presentara un estudio científico que probara la superioridad de las atletas hiperandróginas.
El estudio fue financiado por la IAAF: basado en 2.127 muestras de atletas mujeres entre los mundiales de 2011 y 2013, las participantes con niveles de testosterona más alto presentaron una mejora considerable en su rendimiento en comparación con aquellas mujeres con niveles bajos. En el análisis, las atletas tuvieron un incremento del 2,7% en los 400 metros planos, 2,8% en los 400 metros con vallas, 1,8% en los 800 metros, 4,5% en el lanzamiento con martillo y un 2,9% en el salto con pértiga. Fue la base para un nuevo reglamento, que impone a las mujeres hiperandróginas o a las que tengan “diferencia de desarrollo sexual (DSD)” que hagan bajar, mediante medicación, sus tasas de testosterona por debajo de 5 nanomoles por litro, para participar en pruebas internacionales desde los 400 metros a la milla (1.609 metros).
El estudio ha sido fuertemente discutido en la comunidad científica. El supuesto es que las hormonas masculinas (andrógenos) conferían ventaja competitiva, pero ¿existe un rango “masculino” mensurable? Los mismos estudios explican que al menos 5% de la población no encaja en ningún “rango”. Además, la testosterona, como otras hormonas, puede ser afectada por cuestiones del entorno, como el entrenamiento, por lo cual la pregunta no sería en todo caso (si continuamos, a pesar de la evidencia, adscribiendo al binomio hombre-mujer) cuál es el rango hormonal normal en la población, sino cuál es el rango normal en los atletas. Las investigaciones realizadas entre 2014 y 2017, además de ofrecer una muestra demasiado pequeña, mostraron que más del 16% de atletas masculinos que encajaban dentro del llamado “rango femenino”, y casi 14% de mujeres que encajaban dentro del rango “masculino”. Demasiado: convertía en “tramposos” a uno y medio de cada diez atletas.
Los mismos estudios mostraron la variación de la cantidad de testosterona, en varones y mujeres, según el deporte que practicaban, demostrando que la secreción de testosterona podía verse impactada por ciertos tipos de entrenamiento. Las críticas fueron acercadas por Chand al TAS, lo que permitió el regreso, por un par de años, de las atletas con estas características que no encajan en los extremos del espectro. “El problema estriba en que la biología humana no se descompone sin más en hombres y mujeres con la amabilidad que los órganos rectores deportivos desearían. Y ningún avance tecnológico de las dos últimas décadas ha conseguido cambiar en lo más mínimo la situación, ni lo hará en el futuro”, explica David Epstein en “El Gen Deportivo”, donde reconoce que existen efectos beneficiosos de ciertas hormonas para ciertos deportes (lanzamientos, pruebas de fuerza y velocidad), pero explica que ningún resultado se explica a partir de una sola hormona (o ningún gen particular): si no, las pistas femeninas estarían pobladas de intersex.
Más allá de la ciencia, hay objeciones morales a los planteos de los cuerpos rectores: obligar terapias hormonales es de una violencia feroz, medicar a los atletas por reglamento es un problema filosófico y moral, pero el atletismo mundial, en lugar de plantearse todas estas preguntas de fondo, tomó el camino “fácil” y decidió enforzar un sistema normalizador diseñado para segregar: lo que no encaja, queda afuera. El argumento del organismo rector es que por entonces de la necesidad de “preservar la igualdad de oportunidades en el seno de las competiciones de atletismo”. Pero está claro que la ley siempre tuvo nombre y apellido: Caster Semenya. Sobre todo si tenemos en cuenta “detalles” como que no se restringió el acceso a las pruebas de lanzamientos, donde el efecto demostrado de la influencia de la testosterona era mucho más alto, y que se apartó a Semenya a pesar de que el estudio no encontró (por sus propias falencias) evidencias de que la hormona ayudara en pruebas como 1.500 y la milla: algo en Semenya molesta, porque perturba las líneas claras. Y la que otros casos similares, como el de la mencionada Chand y atletas indias como Pinki Pramanik y Santhi Soundarajan, parecen mostrar que lo que molesta son los cuerpos no occidentales, no hegemónicos.
“Si bien algunos intentaron explicar (la aparición de atletas con características intersex del llamado Sur global) con el argumento de que era improbable que las atletas criadas en países en desarrollo tuvieran acceso regular a la atención médica, y que por ende era probable que su condición de intersex pasara inadvertida, otros compararon el escrutinio de las atletas del Sur Global con la verificación de la femineidad de las atletas del bloque soviético durante la Guerra Fría. Por consiguiente, el escrutinio médico no es aleatorio: obedece a relaciones geopolíticas y refleja las inquietudes que los cuerpos oriundos de sociedades no occidentales despiertan en los centros del poder político mundial”, afirman
Besnier, Brownell y Cartes, en “Antropología del deporte”. Allí, escriben que “numerosos aspectos de la fisiología humana confieren ventaja física y a menudo de una manera más nítida que las condiciones intersexuales”. Después de todo, como planteó el periodista sudafricano Sisonke Msimang en The Guardian, quienes piensan “que su condición médica (de Semenya) le otorgaba una ventaja injusta ignoran las ventajas, mucho más significativas, que tenían las atletas de países grandes y ricos sobre las atletas de países pequeños con condiciones e instalaciones de entrenamiento de inferior calidad”.
Test de género
Hemos llegado al corazón del debate (según lo entiendo yo): existen millones de cuerpos posibles, no hay una sola forma de ser mujer, ni un solo cuerpo femenino, y el género es un espectro, no una categoría binaria, fija, algo que el deporte parece no estar preparado para tomar en cuenta. Las regulaciones son formas de sostener esa estructura binaria hombre-mujer que se resquebraja en el siglo XXI, de sostener ciertos tipos de cuerpos como protagonistas del circo olímpico. No es tanto una cuestión de ciencia, como de ideología. La ciencia, después de todo, nunca es neutral, siempre está direccionada.
Lo que protege el deporte moderno no es un capricho: ¿por qué no se habla de deportes mixtos, de categorías abiertas, de otras posibilidades de organizar el deporte? Porque el binomio hombre-mujer es una institución fundamental en la creación del deporte moderno, diseñado para formar cuerpos masculinos disciplinados y cuerpos femeninos gráciles. O cuerpos directamente pasivos: meras espectadoras, como soñaba el Barón Pierre de Coubertin, que no permitió la participación femenina en los primeros Juegos Olímpicos, apoyándose en que los Juegos Olímpicos de la antigüedad eran solo para varones, y omitiendo convenientemente el hecho de que las antiguas griegas participaban en los Juegos en honor a Hera, la esposa de Zeus.
La segregación entre hombres y mujeres que impulsó la sociedad moderna y que replicó el deporte (estructuras estructuradas predispuestas a funcionar como estructuras estructurantes, diría el amigo Bourdieu) es parte del ADN olímpico, al punto de que el evento instauró al mismo tiempo que las pruebas antidopaje, pruebas de género. Era, claro, en el marco de la Guerra Fría, cuando había más que medallas en juego en el campo simbólico del deporte. Para ganar esa batalla, la Unión Soviética apostó a desarrollar el deporte femenino, de formas legales y de las otras también. En contraposición, en Estados Unidos las mujeres volvían a sus roles tradicionales, impuestos, con el regreso de los soldados a casa. Las atletas soviéticas rompieron marcas, sorprendieron al mundo y generaron envidia en el Occidente derrotado en el medallero en los primeros años de la Guerra Fría. Y también sospechas, claro: ¿cómo eran posibles los cuerpos imponentes de esas atletas, tan alejadas del estereotipo de cuerpo femenino occidental? “Era una manera de descalificar el desafío político que planteaba la agenda socialista: alcanzar la igualdad de género en el deporte (y el ámbito laboral) en una época en que las mujeres occidentales estaban oprimidas por el culto a la vida doméstica característico de la posguerra”, escriben los mencionados antropólogos del deporte. Occidente se mofó de los “masculinizados” cuerpos soviéticos, primero, y luego comenzó a susurrar que, más que masculinizados, eran cuerpos directamente masculinos. Y así es que nacieron los testeos para comprobar el género de los atletas.
En México 1968 debutó el test para determinar si un atleta era hombre y mujer. En esa primera edición, el procedimiento era sencillo: las atletas mujeres desfilaban desnudas (no hace falta recalcar que no se sometía a pruebas de verificación a los varones). Ya desde 1972, llegaron los hisopados: de forma mucho menos humillante, se raspaba la cara interna de la mejilla de las atletas en busca del cromosoma Y. El test de Barr se basa en la idea de que todas las “mujeres” tienen dos cromosomas X, y todos los “varones” uno solo. Pero ya entonces la ciencia sabía que existían combinaciones cromosómicas que esa prueba no podía detectar, y que no existe un único indicador biológico que pueda categorizar de manera clara y directa a todos los humanos como masculinos y femeninos. Existen numerosos indicadores, pero ninguno de ellos se encuentra en todas las personas etiquetadas como masculinas y femeninas.
Existen al menos seis indicadores biológicos del sexo: los cromosomas, las gónadas, las hormonas, las características secundarias, los genitales externos y los genitales internos. El desarrollo sexual puede variar en cualquier punto. El espectro de posibilidades convierte a la idea de sexo binario en un mero promedio estadístico, un redondeo que no refleja la naturaleza diversa de la realidad.
La prueba de ello la encontraron los propios Juegos Olímpicos, que en su intento de castigar cuerpos diferentes y exitosos descubrieron (a pesar de que hace años los científicos lo señalaban) las falencias del test de Barr. Mientras no se había descubierto a ningún varón disfrazado de mujer, sí se había despojado, por ejemplo, a la española María José Martínez Patiño de sus records y medallas tras no pasar el test: le llevó dos años recuperar su licencia deportiva, gracias al apoyo de un genetista que le explicó que era una mujer XY, algo que el uso del test de Barr que realizaba el COI consideraba imposible, y que, además, no se había beneficiado en forma alguna de su cromosoma Y, porque su cuerpo era insensible a los andrógenos, hormonas ligadas al desarrollo sexual y muscular masculino. Mucho peor le fue a la atleta india Pratima Gaonkar, que se suicidó luego de que se hiciera público que había fallado un testeo de verificación de sexo, en 2001. Con el fin de la Guerra Fría y la paranoia desmedida, el COI escuchó finalmente a atletas, científicos, militantes feministas y hasta políticas que pedían cancelar el test de Barr: la institución hizo caso a la evidencia pero, desde ya, no podía dejar desprotegido su binomio fundacional. Instauró entonces un hispado para buscar el gen DZY1, que en general se encuentra en el cromosoma Y; si la prueba daba positiva, se realizaba un segundo test, en busca de la proteína SRY, que inicia la formación testicular. Lo curioso es que mientras en la sociedad de a pie el testeo arrojó 100% de coincidencia entre el sexo declarado y el sexo testeado, en Barcelona 11 atletas dieron “positivo” de tener la proteína SRY… y un examen visual les permitió competir. El problema persistía. Semenya solo lo dejó en evidencia: su cuerpo “sospechoso” fue testeado pero pasó las pruebas existentes. No presentaba características cromosómicas asociadas a la masculinidad, sino que es hiperandrógina, al presentar una tasa elevada de hormonas sexuales masculinas (la ya mencionada testosterona). Entra dentro del espectro “intersex”, aunque ella se consideró siempre mujer; pero, más importante, el test cromosómico no podía discriminarla. Entonces, los organismos rectores pusieron la lupa en la testosterona: así nacieron los testeos hormonales, hoy la norma rectora de casi todo el deporte en materia de género. Hay quienes defienden la nueva ley, incluso entre los atletas (por ejemplo, la noticia de la inclusión de Hubbard fue recibida por su competencia en Tokio con comentarios sarcásticos y quejas), quienes llaman a profundizar la ciencia y quienes piden aprovechar y terminar con binarismo en el deporte… o, directamente, darle la espalda a estas estructuras modernas que no parecen capacitadas para modificar lo que son sus raíces.